Han pasado dos años. Desde entonces, mi hija no ha escrito ni una palabra. Me ha borrado de su vida. Y a mí pronto me cumplirán 70 años…
A mi vecina, Valentina Martínez, todo el barrio la conoce. Tiene 68 años y vive sola. A veces paso por su casa con algo para tomar el té, por simple compañía. Es una mujer amable, educada, siempre sonriente, le encanta hablar de los viajes que hacía con su difunto marido. Pero de su familia casi no habla. Sin embargo, en vísperas de las últimas fiestas, cuando fui a verla con unos dulces como de costumbre, de repente se decidió a confesarme algo. Fue la primera vez que escuché una historia que aún ahora me estremece el corazón.
Cuando entré en su piso, Valentina no estaba de buen humor. Siempre animada y llena de energía, esa tarde estaba sentada en silencio, mirando fijamente al vacío. No le pregunté nada, simplemente preparé el té, puse unas galletas en la mesa y me senté junto a ella sin decir palabra. Permaneció callada un largo rato, como si luchara consigo misma. Hasta que, de pronto, suspiró hondo:
—Han pasado dos años… Desde entonces, no me ha llamado ni una vez. Ni una postal, ni un mensaje. Intenté llamarla, pero su número ya no existe. Y ni siquiera sé su dirección actual…
Hizo una pausa breve. Parecía que los años, las décadas, desfilaban ante sus ojos. Y de pronto, como si una barrera se hubiera roto, Valentina comenzó a hablar.
—Teníamos una familia feliz. Fernando y yo nos casamos jóvenes, pero no nos apresuramos a tener hijos; primero queríamos disfrutar la vida juntos. Su trabajo nos permitía viajar mucho. Nos queríamos, reíamos a menudo, cuidábamos nuestra casa, que decorábamos poco a poco. Con sus propias manos, Fernando nos hizo un hogar —un amplio piso de tres habitaciones en el centro de Madrid. El sueño de su vida…
Cuando nació nuestra hija, Lucía, Fernando pareció florecer de nuevo. La llevaba en brazos, le leía cuentos, le dedicaba cada minuto libre. Yo los miraba y pensaba que era la mujer más afortunada del mundo. Pero hace diez años, Fernando nos dejó. Luchó mucho tiempo contra la enfermedad, gastamos todos nuestros ahorros en tratamientos. Y después… solo quedó un vacío. Como si me arrancaran un pedazo del corazón.
Tras la muerte de su padre, Lucía empezó a distanciarse. Se mudó, quiso vivir por su cuenta. No me opuse —ya era adulta, tenía que labrar su propio camino. Venía a visitarme, hablábamos, todo parecía normal. Pero hace dos años llegó y me dijo sin rodeos que quería pedir una hipoteca para comprar su propio piso.
Suspiré y le expliqué que no podía ayudarla. De lo que habíamos ahorrado con Fernando, casi nada quedaba —todo se fue en médicos y medicinas. Mi pensión apenas cubre los gastos de la comunidad y mis propias pastillas. Entonces, ella me propuso… vender el piso. Decía que podríamos comprarme un estudio en las afueras y que con el resto ella haría el pago inicial de su hipoteca.
No pude aceptar. No era solo por el dinero, era por todo lo que representaba esa casa. Cada rincón, cada pared —Fernando lo hizo con sus manos. Aquí viví toda mi felicidad, mi vida entera. ¿Cómo iba a renunciar a todo eso? Ella gritó que su padre lo había hecho todo por ella, que el piso acabaría siendo suyo de todos modos, que era una egoísta. Intenté explicarle que solo quería que algún día viniera, aunque fuera a recordarnos… Pero no quiso escuchar.
Ese día, cerró la puerta de golpe y se fue. Desde entonces, silencio. Ni una llamada, ni una visita, ni siquiera en Navidad. Más tarde, una amiga en común me contó que al final consiguió la hipoteca y ahora trabaja sin descanso —dos empleos, corriendo todo el día. Sin pareja, sin hijos. Hasta su mejor amiga dice que no la ve desde hace medio año.
Y yo… yo solo espero. Todos los días miro el teléfono, con la esperanza de que suene. Pero no lo hace. Y ya no puedo llamarla —seguro que cambió de número. Supongo que no quiere verme. Ni siquiera escucharme. Cree que la traicioné por no ceder en aquel momento. Pero pronto cumpliré 70. No sé cuánto tiempo más podré seguir en este piso, cuántas tardes pasaré junto a la ventana esperando. Y no entiendo… qué hice para que me guarde tanto rencor.