A veces me miro desde fuera y no entiendo cómo pude permitir algo así. ¿Cómo me casé con un hombre que, a los treinta años, sigue viviendo a la sombra de su madre? Se llama Javier, y por fuera parece serio, maduro, independiente. Pero en realidad es un niño de mamá, de esos que no dan un paso sin su bendición.
Nos conocimos a través de… ¿adivinas? ¡De su madre! Yo trabajaba como dependienta en una tienda, y una señora mayor empezó a venir mucho. Me halagaba, decía que le caía como una hija. Hasta que un día trajo a su hijo: «Mira, Javi, ¡qué chica más de oro!». Y él picó. Empezó a invitarme a salir, a cortejar… Y al final, boda.
Su madre nos dejó su piso en Madrid. Ella se mudó con su novio mayor y nos dijo: «Vivid aquí, ahorrad para algo vuestro. ¡Quiero nietos!». Palabras bonitas, pero con truco. Porque poco después volvió… con sus trapos, ollas y normas.
Cada lunes es como un déjà vu. Yo limpio el fin de semana, lavo, cocino. Llego el lunes y todo está reluciente, las camisas planchadas, la comida hecha. Y una nota: «He hecho cocido, ordenado el armario y cambiado las sábanas. Besos». Amable, pero me tiemblan las manos. ¿Este es mi hogar o el suyo?
Le dije a Javier que no podía más. Él se encogió de hombros: «Es que lo hace con cariño. ¡Nos ayuda!». Como si tuviera que estar agradecida por tener menos quehacer. Pero su «ayuda» me quita el derecho a ser la dueña de mi casa. ¡Hasta lava mi ropa interior! Registra armarios, mueve mis cosas. Ni privacidad ni nada.
Lo peor es que en su casa no es así. Fuimos a visitarla: todo limpio, pero no obsesivo. En cambio, aquí todo militar, como en un cuartel. Es como si una extraña invadiera mi espacio, pero no puedo decir nada. Porque, como me recuerda mi suegra: «El piso es mío. Aguanta hasta que compréis el vuestro».
¿Cómo aguantar cuando cada día sientes que te arrebatan tu lugar? No digo que sea mala, pero necesita controlarlo todo. Para ella, no somos una familia independiente, sino sus hijos chicos a los que hay que decirles cómo vivir.
Y Javier… Ni se plantea poner límites. Él está cómodo. Cree que «tenemos suerte». Yo me siento como una intrusa. Ni se da cuenta de lo que sufro. O no quiere.
Cuando suelta: «Quiero nietos. Así vendré más, os ayudo con el niño», me da miedo. Porque sé que no será «ayudar»… Vivirá con nosotros. Impondrá horarios, comidas, reglas. Ya me ahogo, y si pasa eso, explotaré.
Hace poco le di un ultimátum: o habla con su madre o lo haré yo. Da igual de quién sea el piso. Si nos lo dejó para vivir, debe respetarnos. No soy un jersey que se guarda y se saca. Soy su mujer, la dueña de esta casa, y tengo derecho a mi espacio. Aunque sea prestado.