**Diario de Margarita**
La palabra «devolución» siempre la escuchamos en las tiendas: no me gusta, no funciona, no es lo que esperaba. La gente da por sentado que si algo no cumple con sus expectativas, puede devolverlo sin más. Pero cuando eso que se devuelve es una persona, un niño, todo se convierte en una tragedia desgarradora, una crueldad que hiela la sangre.
Alma nunca conoció a su familia. Desde sus primeros días, solo tuvo una cuna fría, paredes blancas del orfanato y enfermeras con miradas agotadas. Hasta que un día, un rayo de luz entró en su mundo gris. Llegaron unos padres nuevos, la llevaron a casa, le prometieron que todo sería diferente. La niña era callada, un poco reservada, pero hacía lo posible por portarse bien. Aprendió dónde estaba cada cosa en la casa, decía «gracias» y «por favor», limpiaba, se quedaba quieta, no molestaba. No sabía exactamente qué esperaban de ella, pero temía equivocarse. Temía volver allí.
Pero no fue suficiente. La nueva familia pronto entendió que la niña no era «como esperaban». No sonreía, no corría a abrazarlos, no era cariñosa. No era un juguete. Alma escuchó la conversación por casualidad: «¿Qué hacemos con ella? Parece una estatua, ni una risa. No se siente como nuestra hija. La devolvemos». La palabra «devolvemos» le golpeó como una bofetada.
Así que, como un juguete defectuoso, Alma terminó otra vez tras las puertas del orfanato. Nadie le explicó por qué. Simplemente la llevaron y la dejaron. Y si hubiera sido la primera vez, quizá lo habría aceptado. Pero era el segundo rechazo en su corta vida.
Alma no culpó a nadie. Pensó que el problema era ella. No en las personas que prometieron ser su familia y luego cambiaron de opinión, sino en ella. Debía de ser mala. No encajaba.
Mientras tanto, en la vida de Margarita, la mujer que una vez la había acogido, ocurrió una tragedia. Ella y su marido habían decidido ser padres de acogida. Él al principio la apoyó, pero luego todo cambió. Después del divorcio, la vida se derrumbó: apenas tenía dinero para comer. Lágrimas, noches sin dormir, reuniones con servicios sociales, desesperación. Sin fuerzas ni recursos, Margarita tuvo que devolver a Alma. Le partió el corazón, pero no hubo otra opción.
Desde entonces, no vivía, solo sobrevivía. Su alma se quedó en aquel pasillo del orfanato, donde, conteniendo las lágrimas, había dejado a la niña que ya amaba. Hasta que, un día, cuando todo parecía perdido, fue al Monte de Piedad. Joyas, electrodomésticos, hasta su anillo familiar, todo lo cambió por dinero. Alquiló un piso pequeño, encontró un trabajo duro pero bien pagado y… corrió al orfanato.
Margarita temblaba de miedo. «Me odiará. Me verá y me dará la espalda», pensaba. Pero cuando Alma la vio en la puerta, rompió a llorar y se lanzó a sus brazos. «Te esperaba. Sabía que volverías», susurró la niña.
Desde entonces, están juntas de nuevo. Fue difícil. Margarita trabajaba sin descanso, vivían con lo justo, a veces elegían entre comida o facturas. Pero cada mañana empezaba con Alma asomándose a su habitación, mirando con cautela: «¿Estás aquí, mamá?».
Margarita lloró muchas noches. No por cansancio, sino por vergüenza. Aún no se perdona por aquel día en el que cerró la puerta del orfanato. Sabía que jamás lo haría otra vez. Aunque se quedara sin un céntimo. Porque Alma no era un objeto. No era un producto defectuoso. Era una persona. Pequeña, frágil, que había sufrido demasiado. Y aunque el mundo fuera cruel, aunque hubiera quienes devolvían a los niños como zapatos viejos, ella, Margarita, no lo permitiría nunca más.
Ahora viven con humildad, pero felices. Alma ya sonríe. A veces ríe a carcajadas. Ha empezado a pintar. Sueña con ser artista. Y Margarita ha vuelto a soñar. Con una casita, con un trabajo mejor. Y, sobre todo, con que nadie vuelva a sentirse como algo desechable.