«Mi hijo me ofreció mudarme al campo, rechacé y ayudé con dinero»

Soy madre de dos hijos adultos. El mayor lleva años casado, vive en otra ciudad y solo viene a visitarme cada seis meses. Pero el pequeño, Javier, siempre ha sido mi apoyo y mi preocupación. Toda la vida he luchado por él: lo saqué adelante en la universidad, lo ayudé económicamente mientras encontraba su camino, y me alegré cuando por fin las cosas empezaron a salirle bien. A los 27 años, Javier consiguió un buen trabajo en una empresa de tecnología en Madrid, con un sueldo decente, y como tengo un piso de dos habitaciones, vivíamos en armonía.

Hasta que un día llegó a casa con Lucía, su novia. No me opuse, al contrario, me pareció una chica encantadora y tranquila. Pero cuando al cabo de unos meses me anunció que querían casarse, sentí un vacío en el estómago. No es que no me gustara ella, sino que Javier, en mi opinión, aún no había madurado del todo. Nunca había tenido que esforzarse por su bienestar, no sabía lidiar con las incomodidades. Siempre quería que todo fuera fácil y rápido.

Se casaron. Al principio vivieron de alquiler en Vallecas, y yo no me metí, solo les llevaba comida de vez en cuando y les ayudaba si me lo pedían. Pero a los seis meses, Javier vino a verme con cara seria:

—Mamá, Lucía y yo hemos estado pensando… Necesitamos ahorrar más rápido para la entrada de una hipoteca. La mitad del sueldo se nos va en el alquiler. ¿Qué te parece si te mudas un tiempo a la casita del pueblo y nosotros nos instalamos aquí? Tienes todas las comodidades: agua caliente, calefacción… No será para siempre, solo hasta que juntemos el dinero suficiente. Luego vuelves.

Me quedé helada. La casita del pueblo es pequeña, sin calefacción, con humedades, y está a casi dos horas de Madrid. Yo trabajo en un colegio, tendría que madrugar muchísimo para coger el autobús, y en invierno es imposible vivir allí. Pero lo peor fue darme cuenta de que, si cedía, todo saldría mal.

Conozco a mi hijo. Se acostumbra rápido a lo cómodo. En cuanto se instalara en un piso cálido y acogedor con su mujer, la idea de la hipoteca se aplazaría indefinidamente. Aunque prometieran que sería temporal, la realidad es que se quedarían para siempre. Porque el conformismo es una trampa. Y si dejaba de esforzarse, de crecer, si se dejaba llevar… ¿quién acabaría pagando las consecuencias?

Yo no quiero vivir en el pueblo. Y no pienso fomentar la pereza de nadie, aunque sea mi hijo. Toda la vida he luchado por lo que tengo, nadie me regaló nada. ¿Por qué debería sacrificar mi salud, mi tiempo y mi energía por la comodidad de otros?

Al día siguiente hablé con Javier. Firme pero tranquila, le dije:

—No. No me voy a mudar. Pero os ayudaré económicamente. Puedo pagar parte del alquiler para que podáis seguir ahorrando. Pero de este piso no me muevo.

Se enfadó. Mucho. Desde entonces, ni él ni Lucía me llaman, no vienen, no me invitan. Ahora apenas hablamos, y duele. Duele porque no quería esta distancia. Pero sé que hice lo correcto. No le hice la vida más difícil, le impedí que escapara de ella. Y eso es más importante que un sí momentáneo.

Algún día entenderá que no le di un no, sino una protección. A él, a mí, a nuestro vínculo. El amor verdadero de una madre no siempre se demuestra cediendo. A veces se demuestra con un “no” firme cuando el hijo quiere tomar el camino fácil.

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