Cómo “echar” a la suegra sin decir una palabra en contra

Cómo “expulsé” a mi suegra de casa sin decir ni una palabra

Cuando me casé con Marina, creí que había tenido una suerte increíble con mi suegra. No se metía en nuestros asuntos, no daba lecciones de vida ni repartía consejos como muchas “madres de esposas”. Además, cocinaba de maravilla, siempre era educada y hasta divertida con su forma anticuada de ver la vida. Parecía la suegra perfecta. Pero, como dice el refrán, no hay rosa sin espina…

Al principio todo era perfecto. Vivíamos separados, la visitábamos los fines de semana, tomábamos café con magdalenas y escuchábamos sus historias del pasado. Todo transcurría con normalidad, hasta que Marina y yo tuvimos a nuestro hijo, Lucas. Entonces comenzó el cambio. Primero, la abuela venía una vez por semana. Luego, cada dos días. Y, de repente, se quedó a vivir con nosotros.

Por cortesía, no dijimos nada. Al fin y al cabo, su ayuda en casa era valiosa, sobre todo con un recién nacido. Marina volvió al trabajo, y ahí estaba su madre: cocido en la olla, suelos relucientes, la ropa tendida y el niño contento. Parecía un sueño. Pero ese sueño pronto se convirtió en una pesadilla. Porque mi suegra, sin preguntar, alargaba su estancia: una semana, dos… Iba a su casa “solo a por algo” y volvía.

Actuaba como la dueña: cambiaba los muebles de sitio, escondía mis tazas favoritas, hacía bizcochos cuando yo solo quería unas tostadas. Dejamos de sentirnos cómodos en nuestra propia casa. Intenté insinuárselo a Marina: “Quizá tu madre necesite descansar en su casa”. Pero ella me respondía: “Está sola, ¿no puedes tener un poco de paciencia?”

Y la tuve. Hasta que el destino me dio la solución más ingeniosa.

Lucas tenía dos años. Una noche, antes de dormir, se me acercó y me dijo que temía a la oscuridad. “Papá, en la oscuridad está el Hombre del Saco…”, susurró asustado. Intenté calmarlo. “Hijo, si tienes miedo, ríete. La risa asusta al Hombre del Saco. ¡Ríete y él huirá!”, le dije sin pensarlo mucho. Lucas asintió y se fue a dormir.

Unas noches después, a las tres de la madrugada, escuché a mi hijo caminar por el pasillo… riéndose. A carcajadas. Fuerte. Siniestro. Una risotada que retumbaba en toda la casa. Casi me caigo de la cama, pero entendí: iba al baño y “ahuyentaba” al Hombre del Saco. Al día siguiente, lo mismo. Y noche tras noche. A nosotros nos resultaba gracioso. Pero no a mi suegra.

A los pocos días, se me acercó nerviosa y me dijo:
—¡No puedo seguir durmiendo aquí! Hay algo oscuro, ¡algo sobrenatural! ¡El niño se ríe por las noches como si hablara a través de él! ¡Me da mala espina! Me voy a mi casa. Y si vengo, será solo de día. Y cuando hayáis limpiado esta casa.

No mencionó la palabra “exorcista”, pero se entendía. Asentí con la cabeza. Marina se encogió de hombros: “Es mi madre”. Yo, conteniendo mi triunfo, me fui a preparar un café. Solo. En mi cocina. Con mi taza favorita.

Han pasado casi dos años. Mi suegra viene únicamente de día: para traer empanadas, jugar con Lucas o charlar con Marina. Pero al anochecer, se marcha. Puntual. Sin insinuar quedarse. A veces se queja de soledad. Entonces recuerdo al “Hombre del Saco”… y todo vuelve a su sitio.

Moraleja: A veces, hasta las personas más amables pueden traspasar tus límites. Lo importante es saber restaurarlos. Y créeme, no hace falta discutir ni enfadarse. Basta con un poco… de imaginación.

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