Con Javier llevamos juntos casi siete años. Nos conocimos en la universidad, cuando vivíamos en habitaciones contiguas de la residencia estudiantil. Él siempre volvía de las vacaciones con una maleta llena de tuppers: su madre, Carmen, cocinaba de maravilla y se esforzaba para que su hijo no careciera de nada.
Cuando Javier me pidió matrimonio, supe que, antes de empezar nuestra vida en común, necesitaba conocer a su madre. Aquel primer encuentro fue cálido, inesperadamente cercano. Carmen me recibió con los brazos abiertos—una mujer inteligente, de carácter alegre, sin rastro de superioridad. Había tenido a Javier con solo dieciocho años, y cuando el niño cumplió seis meses, su marido falleció en un accidente de tráfico. Pero no se hundió. Crió sola a su hijo, sin ayuda de nadie, y lo convirtió en un hombre de verdad.
Su vida no fue sencilla: trabajó en dos empleos, vivió con humildad, pero nunca se quejó. Cuando le anunciamos nuestra boda, sonrió con dulzura:
—Ahora mi Javi está en buenas manos—dijo, abrazándome.
Tras la boda, nos mudamos a su ciudad natal, donde a Javier le ofrecieron un buen puesto. Carmen insistió en que no viviéramos juntos: estaba acostumbrada a su independencia y temía estorbarnos. Alquilamos un piso cerca del suyo, a solo dos paradas de autobús.
Mi suegra nos visitaba a menudo. Siempe impecable—maquillada, peinada, con un abrigo elegante y un bolso de moda. Jamás me dio lecciones; al contrario, elogiaba mis platos, me ayudaba a limpiar, hacía que todo fluyera con naturalidad. Tomábamos café en su casa, acompañado de magdalenas recién hechas. Llevaba una vida activa: amigas, teatro, exposiciones, celebraciones… Nunca paraba.
Cuando nació nuestro hijo Mateo, se convirtió en nuestro pilar. Nos enseñó a bañarlo, a alimentarlo, lo sacaba a pasear mientras yo descansaba, lo recogía de la guardería si nos retrasábamos en el trabajo. No solo la respetaba, le estaba profundamente agradecida.
Pero, de repente, desapareció. Dejó de venir, ya no nos invitaba. Javier me explicó que se había ido unos meses a casa de una amiga en una ciudad cercana, «para descansar». Me pareció extraño; nunca antes se había ausentado tanto.
A veces nos llamaba por videollamada, pedía ver a Mateo, pero evitaba aparecer en pantalla. Si le preguntaba directamente, lo eludía con bromas. Algo no cuadraba.
Un día, al llamarla, confesó que estaba ingresada en el hospital de la ciudad—problemas de corazón. Quise ir enseguida, pero insistió: «Cuando me den el alta, lo sabréis todo».
Días después, nos citó en su casa para «hablar de algo importante». Al llegar, un hombre desconocido nos abrió la puerta. Detrás de él, Carmen—radiante, rejuvenecida, con un bebé en brazos.
—Os presento a Adrián, mi marido. Y a Lucía, nuestra hija. Nos casamos hace unos meses. No os lo dije antes… Temía que me juzgarais. Con cuarenta y siete años…
No supe qué decir. Un nudo me cerró la garganta, pero no por confusión—por felicidad. La abracé como a una madre y le dije lo orgullosa que estaba. Porque todos merecemos amor. Todos merecemos ser felices, sin importar la edad, el pasado o lo que piensen los demás.
Ahora, con alegría, ayudo a Carmen con la pequeña, igual que ella nos ayudó con Mateo. Hemos formado una familia unida, donde no hay distancias, solo apoyo y cariño. Somos familia. De verdad.