Salvador Peludo

El Peludo Salvador

El traqueteo de las ruedas y los árboles que desfilaban tras la ventana del tren adormecieron a Javier. Se quedó dormido con la frente pegada al cristal, abrazando una gran caja rosa con una muñeca dentro —un regalo para su hija de seis años—. Le quedaba poco más de una hora de viaje: la jornada de trabajo terminaba y ansiaba reunirse con su familia.

El sueño fue sorprendentemente vívido: su casa, su amada Lucía y Martita, su pequeño rayo de sol. Incluso apareció Canelo, el perro callejero que detestaba. Pequeño, inútil, asustadizo. Pero Martita lo había suplicado —lo trajo de la calle cuando era un cachorro y, al mirar sus ojillos, Javier no tuvo corazón para negarse.

El tren frenó bruscamente, despertándolo. Frente a él, una mujer desconocida lo observaba con curiosidad.

—Buenas tardes. ¿Nos conocemos? —preguntó él, desconcertado.

—No, perdone. Es que me pareció entrañable ver a un hombre tan serio con una caja de muñeca en las rodillas.

—Es para mi hija. Siempre traigo algo de mis viajes. La echo mucho de menos.

—Qué suerte tiene su familia…

—La suerte es mía por tenerlos —respondió él con una sonrisa.

Al llegar a las afueras del pueblo, pasó junto a bloques de pisos hasta alcanzar su chalet. La verja del jardín estaba abierta. Pensó que quizá Lucía y Martita habían salido a recibirle, pero fue su esposa, pálida y temblorosa, quien lo esperaba.

—¡Javier! ¡Martita ha desaparecido!

Las palabras le atravesaron como un cuchillo. La sonrisa se borró de su rostro. Dejó la maleta junto a la valla, pero no soltó la muñeca.

Lucía jadeaba entre lágrimas. Contó que había oído a Martita jugando con Canelo en el arenero. Luego salió un momento a la cocina. Cuando regresó, silencio. Martita no estaba. Revisó el jardín, la calle, la casa. Nada.

—¿La verja estaba cerrada?

—Podría haberla abierto… Pero ella sabe que no debe…

Salieron a buscar. Revisaron los alrededores. Gritaron su nombre. Preguntaron a los vecinos. Al cabo de una hora, entendieron la gravedad. Llamaron a la policía. Un grupo de voluntarios se unió a la búsqueda.

En el arenero solo quedaron un cubo y unas huellas. Canelo tampoco aparecía.

—Quizá está con ella —comentó el sargento, pensativo.

Javier no dudaba: Martita estaba viva. Iría al bosque y la encontraría. No importaba cómo. Solo llevaba una camiseta, pese al frío de la noche. “Si Martita tiene frío, yo tampoco me abrigaré”, repetía.

Con una linterna en mano y escoltado por voluntarios, exploró el bosque. Se detenían cada tanto, gritaban. Nunca había respuesta. Javier recordó el día en que recogió a Martita de la guardería y ella, señalando a un cachorro tembloroso, le suplicó: “¿Papá, me lo puedo quedar?”.

Canelo se convirtió en su sombra. La acompañaba cuando estaba enferma. Se entristecía cuando ella no estaba. Más que un perro. Casi un ángel de la guarda.

Entonces, entre la oscuridad, un destello: una gorra rosa con orejitas. Luego, una zapatilla.

—¡Es suya! —exclamó Javier con la voz quebrada.

Los voluntarios callaron. Sus miradas lo decían todo. Pero él ahuyentó el pánico. “Está viva. La encontraré”.

Horas más tarde, unos gritos rompieron el silencio. Habían hallado un barranco. Abajo, una niña. Pálida, arañada, pero viva.

—Papá… Tengo sed —susurró al sentir los brazos de su padre.

—Ahora mismo, cariño. Todo está bien.

Cuando ya estaban arriba, Martita se incorporó:

—Canelo está allí… No pudo salir…

Encontraron al perro. Herido, con una pata rota. Se había arrastrado para que vieran a Martita.

A la mañana siguiente, el veterinario observó a Canelo:

—¿Lo sacrificamos?

—No. Cúrenlo. Salvó a mi hija.

Dos semanas después, Martita correteaba de nuevo por el jardín. A su lado, Canelo, cojeando levemente, ladraba con alegría. En cada paso de aquel peludo pequeño había más amor y lealtad que en mil palabras.

No era solo útil. Era un héroe. De los de verdad.

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Salvador Peludo