La señora Raquel llegó a casa de su hija y su yerno.
—¡La abuela está aquí! —gritó emocionado su nieto Javier, de cinco años, en cuanto cruzó la puerta.
En el pasillo aparecieron su hija Lucía y su yerno, Rodrigo. Compartieron una charla en la mesa, sonrieron, todo parecía cordial. Al caer la tarde, Raquel se retiró a la habitación que le habían asignado para descansar. Horas más tarde, sintió sed y se dirigió a la cocina.
Al acercarse a la puerta, escuchó la voz de Rodrigo. Hablaba en voz baja pero firme con el niño, y sus palabras la dejaron helada.
Raquel jamás se había entrometido. No imponía su opinión ni criticaba. Solo hablaba cuando le preguntaban. Pero últimamente, nadie lo hacía. Y ahora, al oír cómo prohibían a su nieto comer pastel,ij renombrarlo como Óscar y sermoneaban, entendió que no podía guardar silencio más tiempo.
Raquel era una mujer elegante y fuerte. Crió a Lucía sola tras el divorcio, sin dejar que nadie más se acercara. Fueron inseparables, como amigas. Lucía creció, se mudó a Madrid para estudiar y decidió quedarse. Entonces, Raquel vendió su coche, su casa de campo y entregó todos sus ahorros para comprarle un piso en las afueras. No era el centro, pero estaba bien reformado.
Lucía estaba encantada. Pronto presentó a Rodrigo. Parecía educado, bien vestido, pero a Raquel le despertó sospechas. Su mirada era demasiado calculadora. Y no se equivocó.
Rodrigo resultó ser celoso, avaro y dominante. Insistió en que Lucía usara el vestido de su hermana para la boda—«casi nuevo». La celebración fue en el patio de sus padres. Comida casera, bebida barata. La luna de miel, en el altillo. El regalo de Raquel—dinero en efectivo. Él lo pidió directamente: «Mejor en billetes».
Raquel se mordió la lengua. Era su vida.
Nació su nieto. Lo llamaron Javier, como el abuelo. Pero Rodrigo anunció que lo llamaría Óscar porque le gustaba más. A Raquel le dolió. Ofreció quedarse para ayudar, pero Rodrigo no ocultó su fastidio.
—No hace falta, mamá. Nos arreglamos solos. Visitas cortas, por favor —decía con una sonrisa burlona, mientras Lucía asentía como bajo un hechizo.
Pasaron los años. En cinco, Raquel vio a su nieto apenas diez veces. Su corazón sufría, pero no quería imponerse.
Ahora, debía viajar a la ciudad por unas pruebas médicas. Decidió alojarse en casa de su hija, aunque no le hacía ilusión. La visita fue fría. Rodrigo no dijo nada, pero su mirada lo condenaba todo. El niño vestía ropa gastada y solo comía legumbres y purés.
—¿Por qué Javier no come carne? —preguntó Raquel.
—Rodrigo dice que es malo para los niños. Comida natural: cereales, frutos secos, ensaladas —respondió Lucía en voz baja.
Raquel se horrorizó. Todo le estaba prohibido al niño. Ni siquiera iba al colegio. Al preguntar por ropa nueva, la respuesta fue seca:
—Rodrigo dice que gastar en niños es tontería. Todo se consigue usado. El dinero debe ahorrarse.
Al tercer día, Rodrigo fue directo:
—No entre en las habitaciones, no tome nuestra comida. Y pague por quedarse.
Raquel enmudeció. En cuanto él salió, se giró hacia Lucía.
—¿En serio, Lucía? ¿Dormir en un sofá-cama y encima pagar? ¡Yo traigo mi propia comida! ¡En vuestra nevera solo hay verduras y el niño lleva harapos! ¿Por qué debería pagar?
Lucía murmuró que Rodrigo solo bromeaba. Pero todo estalló cuando Raquel dio un trozo de pastel a Javier. Un grito retumbó en el pasillo:
—¿Qué has comido? ¿Quién te lo dio? ¡No eres Javier, eres Óscar! ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?
Rodrigo le arrebató el pastel. Y entonces, Raquel no pudo callar más.
—Escúchame, Rodrigo. ¿Olvidas con qué dinero se compró este piso? ¡Es de mi hija! ¡Tú no eres nadie aquí! ¡Es una vergüenza que el niño coma hierbas y vista ropa usada! ¿Y encima me pides dinero? ¡Basta! Javier, ven, la abuela te enseñará cómo se come de verdad.
—¿La pizza está rica? —preguntó el niño, sorprendido.
—¡Mucho! Vamos.
De camino, le compró un traje y zapatillas. En la cafetería, Javier comió con tal felicidad que Raquel contuvo las lágrimas.
—Abuela, ¿te quedarás? Porque a veces tengo hambre y papá dice que no puedo comer.
—Claro que me quedo. La abuela va a arreglar esto.
Al volver, Rodrigo ya no estaba. Se llevó sus cosas, el portátil e incluso la tele.
Lucía no la reprendió. Al contrario, susurró:
—Mamá, gracias. Quería irme hace tiempo, pero no me atrevía. Me ayudaste.
Raquel se quedó a vivir con ellos. En verano, viajaron juntos a la playa. Y Lucía prometió:
—Si me caso otra vez, será solo con tu bendición. Eres la mejor.