Tengo cuarenta y un años. En teoría, ya soy una mujer adulta e independiente: tengo marido, hijos, trabajo y casa. Pero por dentro sigo siendo esa niña que buscaba en los ojos de su madre una palabra cálida, un halago, un pequeño gesto de orgullo. Solo una vez. Solo una palabra. Pero no. Y después de todos estos años, sigo cargando con esa herida ardiente: el dolor de no ser querida por mi propia madre.
En mi familia somos tres hermanas. Yo soy la mayor. Desde pequeña pensé que sería su orgullo, su apoyo, su «niña perfecta». Total, fui la primera, la más consciente, la más aplicada. Pero para ella nunca fue así. Y nunca lo ocultó. La del medio era «la rebelde»: contestona, faltaba a clase, montaba numeritos… pero todo se le perdonaba porque «así era su carácter». Y la pequeña… esa era su favorita. Callada, tranquila, ordenada. Mi madre decía que se iba a dormir preocupada y por la noche se levantaba a comprobar si respiraba, porque era tan silenciosa. ¿Y yo? Yo sobraba.
No estoy enfadada con mis hermanas. Tienen su vida y no tienen culpa de nada. Pero el resentimiento me persigue, no hacia ellas, sino hacia mi madre. Toda mi vida he luchado por su aprobación. En el cole sacaba sobresalientes, hasta repetía exámenes con un notable. Nunca llamaron a mis padres porque era la niña modelo. No pedía juguetes caros, no montaba escenas. Solo quería que estuviera orgullosa de mí.
Pero cada vez que voy a verla, escucho lo mismo: «Eres fea», «Qué tonta eres, todo lo haces mal», «¿En quién te has salido tú tan desastrosa?». Intentaba no tomármelo a pecho, me decía: «Es su manera de ser», «Está cansada», «No sabe expresarse». Pero cuando llevas a cuestas años de esfuerzo, noches sin dormir por los niños, currando en el trabajo, luchando por tu familia… y vuelves a oír: «Barres fatal», «Cocinas peor», «Tus hijos son unos salvajes», «Esto parece una leonera»… al final explotas.
Cuando tuve a mi hijo, mi madre casi me echó a patadas al trabajo:
—¡Te estás atontando en casa! ¡Vuelve ya, que te quedas obsoleta!
Y cuando volví a la oficina, empezaron otra vez los reproches:
—Ya tienes trabajo, ahora la familia no te importa. ¡Menuda carrerista estás hecha! Y además, como empleada no vales para nada.
Y así, en bucle. Las comparaciones. Una y otra vez. La pequeña es guapísima. La del medio, una crack, pilló un buen tío y vive de lujo. Y yo… como si fuera un error. Y siempre me callo. Aprieto los labios, bajo la mirada, me trago las lágrimas. Porque si digo algo, ella suelta al instante:
—¡Vaya hija desagradecida que tengo! Nada te parece bien.
A veces me dan ganas de gritarle: «Mamá, ¿por qué no me quieres? ¿Qué hice mal? ¿Por qué siempre me menosprecias?». Pero no puedo. Me faltan fuerzas. Tengo miedo. Miedo de que si le digo todo lo que llevo dentro, se dé la vuelta y desaparezca de mi vida para siempre. Y no podría soportarlo. Por mucho que duela, no quiero perder el último hilo que nos une.
Mi marido dice: «Deberías soltarlo todo. A ver si así reacciona». Pero él no lo entiende. Para él es fácil. Para mí, mi madre no es solo una persona. Es como una raíz. Como el aire. Sin ella, sería un tronco vacío. Aunque me haga daño, es mi madre. Y yo, como una niña pequeña, sigo esperando que un día me diga:
—Hija, eres buena. Estoy orgullosa de ti.
Y sigo esperando. Esperando esas palabras, como he esperado toda la vida.