**«El amor no entiende de edades: la historia de Encarnación»**
Cuando hace muchos años llegó a nuestro humilde pueblo de Béjar una mujer alta, elegante y de una belleza deslumbrante, todo el vecindario quedó paralizado. Venía de Barcelona y se llamaba Encarnación Ruiz, pero para nosotros era como si hubiera bajado de otro planeta: postura aristocrática, sonrisa discreta, una mirada que hacía perder la cabeza a los hombres y que, entre las mujeres, provocaba desde envidia hasta admiración. Había llegado destinada tras terminar la universidad, y a nosotros, los lugareños, nos parecía que una auténtica extranjera había pisado nuestra calle.
A Encarnación nunca le hicieron falta boutiques. Con un trozo de tela, hilo y agujas, en dos días lucía un abrigo que bien podría aparecer en la portada de una revista de moda. Cosía, bordaba, tejía, y los delicados detalles de su ropa suscitaban murmullos y miradas codiciosas. Los niños del barrio, incluido yo, corríamos a su casa a jugar con sus coloridos paraguas —¡tenía toda una colección!—, y ella, riendo, nos enseñaba a «desfilar» como si fuéramos modelos.
A pesar del interés de los hombres, Encarnación tardó en casarse. Quizá les asustara su independencia, su belleza y, sobre todo, su dignidad. Pero todo cambió cuando rozaba los cuarenta. Trabajaba como economista en una fábrica de muebles, y allí surgió un tórrido romance con el director. Él estaba casado, y los rumores no tardaron, especialmente cuando nació su hijo, Javier, idéntico a su padre. El pueblo murmuró, juzgó, cuchicheó a sus espaldas. Pero Encarnación se mantuvo firme. Renunció a su trabajo, pero no pasó necesidad. Su amante actuó con decencia: le compró un piso y, como era de esperar, lo amuebló con piezas de la fábrica.
Yo crecí junto a Javier. Compartimos juegos en el parque, fiestas del pueblo. Encarnación se llevaba bien con todas las vecinas, ayudaba, cosía y siempre recibía con cariño. Su casa era un remanso de paz: la puerta abierta, el aroma a bizcocho, su mirada de bondad. Pero antes de empezar el instituto, mi familia se mudó a otro barrio, y perdimos el contacto.
Años después, ya terminada la universidad, en un viaje de trabajo a Salamanca, reconocí su andar. Una mujer subía a un coche, ayudada por un hombre en quien reconocí, sorprendido, a un Javier adulto. Me acerqué, y de pronto se abrió la puerta:
—¡Antoñito! ¿Me reconoces? ¡Yo a ti sí! —era ella, Encarnación, igual de elegante, vibrante, inalterable.
Viajamos juntos, charlando, hasta que soltó algo que me puso la piel de gallina:
—¿Te lo imaginas? Me he enamorado… ¡A mi edad! Conocí a Fernando en la costa, empezó como un idilio de verano, pero se convirtió en amor verdadero. Cinco años juntos… Ahora sus hijos, ya adultos y acomodados, temen que les «robe» la herencia. Empezaron los reproches, las presiones… Él se alejó, y terminamos.
Su voz temblaba de tristeza, pero sus ojos seguían vivos. Nos despedimos frente al hotel. Ella se marchó con Javier, y yo pasé la noche en vela.
Dos años más tarde, me topé con Javier en una cafetería. Rememoramos viejos tiempos, y me contó el desenlace:
—Mamá no aguantó. Se fue tras él. Sin avisar. Y directa al hospital, un derrame cerebral. Me llamaron, corrí. Los médicos no daban esperanzas… Pero se repuso. ¿Te lo crees? Volvió a casa un mes después.
No daba crédito. Una mujer de más de setenta años, viajando sola a otra ciudad… por amor. No por interés, no por cálculo, sino porque no podía vivir sin él. Le pregunté:
—¿Y ahora cómo está?
Javier sonrió con ironía:
—Hace poco, limpiando su armario, encontré una bolsa. Pasaporte, maquillaje, un vestido, billetes… ¡Otra vez preparada para irse! Le dije: «Mamá, ¡si acabas de recuperarte!». Y ella me respondió: «Hay que vivir, Javier. Mientras el corazón lata, hay que amar».
Me quedé sin palabras. Ante mí volvía a aparecer aquella Encarnación de mi infancia: luminosa, libre, ajena a convenciones. No había cambiado. Solo se había vuelto más fuerte.
Y entonces lo entendí: el amor no entiende de edades. No cabe en moldes. Llega cuando el alma está abierta, aunque hayas cumplido los setenta. Lo importante es tener el valor de recibirlo.