—Mamá, ¿qué puede pasar nuevo en un solo día? ¿Para qué llamar todos los días? —me soltó mi hijo con una calma que me heló el alma. Mi niño, mi único hijo.
Esas palabras se me clavaron como un cuchillo. Iba paseando por el parque con mi amiga, Carmen. Siempre nos juntamos para charlar de nuestras penas, alegrías y esos achaques que llegan con los años. Lo típico. De pronto, sonó su móvil, se apartó un rato, habló unos diez minutos y volvió radiante.
—¡Mi nuera me ha llamado! ¡Al nieto le ha salido el primer diente! Lo vio mientras le daba de comer. La mayor tardó más, pero este va adelantado, ¿te imaginas? Me ha invitado a ir esta tarde. Voy a comprar un pastel y paso por su casa a celebrarlo.
—¿Y habéis hablado tanto tiempo solo por eso? —pregunté, con una punzada de envidia.
—Bueno, no solo del diente. De la vida, de la familia, de tonterías… Hablamos casi a diario, ella y yo. Y con mi hijo igual, siempre saca un momento. Con mi nuera, empiezo por una cosa y termino en otra. A veces ni sé de qué iba la conversación. Somos como uña y carne.
Y yo… no. Yo no tengo eso.
Mi hijo vive en el piso que les dejé cuando me mudé al pueblo, donde pasé los últimos años con mi marido, que en paz descanse. Él trabaja, su mujer está en casa con la pequeña. Nunca hubo problemas entre nosotras, todo correcto, educado… pero frío. Y cuando intento acercarme, me encuentro con un muro.
—Mamá, todo igual. Trabajo, como, duermo. La mujer en casa, todo bien. ¿Para qué llamar todos los días? —Y así terminaba la conversación.
No les acoso. Solo quiero saber de ellos, de mi nieta, de su salud. Pero si llamo, o me cuelga diciendo «Estoy ocupado», o me contesta seco, irritado. Y si hablo con mi nuera, es un «sí», un «no» y un «todo bien». Ni calor, ni cariño.
Mientras caminaba con Carmen, ella se despidió para ir a comprar el pastel y celebrar con su familia. Y yo… silencio. Ni siquiera me avisaron cuando a mi nieta le salió el primer diente. Me enteré después, por otros. Mis indirectas para visitarlos caen en saco roto. Como si no me oyeran. O como si no quisieran oírme.
Una vez me armé de valor. Hice una tarta de manzana, me puse mi mejor vestido y fui sin avisar. Mi nuera abrió la puerta con cara de sorpresa. Comimos la tarta, sí… pero la atmósfera era tensa. Fría. Como si estuviera en casa de desconocidos. Después, mi hijo se acercó y me susurró, casi disculpándose:
—Mamá, la próxima vez avisa antes de venir.
¿Avisar? ¿A mi propio piso? ¿A mi hijo? ¿A mi nieta? ¿A la familia por la que lo di todo? Me privé de mil cosas para que él tuviera una vida mejor. Y ahora… soy una extraña. Una intrusa.
Dos meses intenté quedar para ver a mi nieta. Siempre había razón: «Estamos malos», «No es buen momento», «Ahora no». Luego supe que los padres de mi nuera viven fuera y ni siquiera llaman por videollamada para ver a la niña. Pero ella no los echa de menos. Es igual de fría que ellos. ¿Y mi hijo? Se ha contagiado. Distante.
—Mamá, siempre te quejas. Nada te gusta. Me agotas con tus llamadas. Tienes amigas, habla con ellas. Después de hablar contigo, no tengo ganas de nada. ¿De qué vamos a hablar todos los días? —me soltó sin miramoentos. Sin vergüenza. Sin compasión.
Y aquí estoy, sola en mi salón. Sin llamadas, sin visitas, sin pasteles ni risas de mi nieta. Sé que si algo me pasa, ni se enterará. A menos que algún vecino le avise. Mi amiga Carmen vive la vida de sus hijos y nietos, y yo… vivo recordando cuando mi hijo me decía «mamá» con cariño. Ahora solo me pide que no le llame.
Así es mi vida. En silencio. Y con dolor.







