La llamó una miserable criada y se marchó con otra. Pero cuando regresó, se llevó una respuesta inesperada.
Olga había escuchado desde niña la misma frase de su abuela y su madre: «En nuestra familia, las mujeres tenemos mala suerte en el amor». Su bisabuela enviudó a los veintidós, su abuela perdió a su marido en la fábrica, y su madre se quedó sola con un bebé cuando Olga no tenía ni tres años. Aunque no creía en maldiciones familiares, en el fondo siempre esperó que su amor terminara en dolor. Aunque no lo deseaba —soñaba con calor, un hogar, un marido y niños—, el corazón le advertía.
Conoció a su futuro marido, Iván, en la fábrica de conservas donde trabajaba como envasadora. Él estaba en otro departamento, pero comían en el mismo comedor. Así empezó todo. Fue rápido: un par de citas, una propuesta, una boda. Iván se mudó a su pequeño piso heredado de la abuela, ya fallecida. Su madre tampoco vivía. Al principio fue tranquilo: nació el primer hijo, luego el segundo. Olga se partía el lomo: cocinando, limpiando, criando. Iván trabajaba, traía el sueldo, pero cada vez llegaba más tarde y hablaba menos.
Cuando empezó a llegar agotado, con perfume ajeno en la camisa, ella lo entendió. No preguntó —le daba miedo quedarse sola con dos niños—. Pero un día reventó:
—Piensa en los niños. Por favor. Te lo suplico.
Él calló. Solo una mirada helada. Sin explicaciones. Sin gritos. A la mañana siguiente, le sirvió el desayuno, y él ni lo tocó.
—Lo único que sabes hacer es ser una criada —escupió con asco.
Y una semana después, se fue. Simplemente recogió sus cosas y cerró la puerta.
—¡No nos abandones, te lo pido! —lloró ella en el pasillo—. ¡Los niños necesitan a su padre!
—Eres una miserable criada —repitió él al marcharse. Sus hijos lo oyeron. Los dos niños, abrazados en el sofá, sin entender: ¿qué hicieron mal? ¿Por qué se iba papá? ¿En qué fallaron?
Olga no se dejó hundir. Vivió por ellos. Trabajó de limpiadora, fregó escaleras, cargó cubos de agua, les enseñó a leer y lavó a mano cuando la lavadora se estropeó. Los niños ayudaron —maduraron rápido—. Se olvidó de sí misma, de ser mujer, de soñar. Pero la vida, como siempre, tiene golpes de efecto.
Un día, en el supermercado, se le cayó una bolsa de té. Un desconocido la recogió y sonrió:
—¿Necesitas ayuda con las bolsas?
—No hace falta —respondió ella automáticamente.
—Pues igual te ayudo —dijo él, cogiendo las bolsas.
Se llamaba Alejandro. Empezó a aparecer cada día en la misma tienda, luego la acompañaba, luego se coló en su portal para ayudarla a limpiar. Los niños al principio desconfiaban, pero él era amable, paciente. La primera cena llegó con un pastel y rosas blancas. Cuando el mayor bromeó: «¿Jugabas al baloncesto o qué?», él rio:
—En el instituto. Hace siglos.
Más tarde se sinceró:
—Tuve un accidente. Hablo lento, me muevo con dificultad. Mi mujer me dejó. Temo que tú también quieras que desaparezca.
—Si a los niños les gustas, quédate —dijo Olga, sencilla.
Él le ofreció su mano. Y su corazón. Le pidió hablar con los niños.
—Quizá pueda ser para ellos un padre de verdad.
Esa noche, Olga les explicó todo. Sus hijos la abrazaron.
—Nuestro padre se fue y se olvidó de nosotros —dijo el pequeño—. Estaría bien tener uno que se quede.
Así, Alejandro entró en sus vidas. Enseñó a los niños a jugar al fútbol, les ayudó con los deberes, arregló estanterías, bromeó, estuvo ahí. La casa se llenó de risas. Pasaron años. Los niños crecieron. Carlos se enamoró y fue a pedirle consejo a Alejandro. Y entonces sonó el timbre.
En la puerta estaba Iván.
—Fui un imbécil. Vuelve conmigo. Lo arreglaremos…
—Lárgate —cortó Carlos.
—¡¿Así le hablas a tu padre?! —gritó Iván.
—No le hables así a mi hijo —dijo Alejandro, firme.
—No te necesitamos —añadió el pequeño—. Ya tenemos a alguien a quien llamar papá.
Cerraron la puerta. De un portazo. Para siempre.
Olga miró a sus tres hombres —sus protectores, su familia, la que había luchado, defendido y levantado desde cero—. Por fin era feliz. Al fin.






