¡La suegra acusa: ‘Mi nuera se aprovecha de mi hijo!’

—¡Mi nuera le está chupando la sangre a mi hijo! —grita mi suegra, acusándome de vaga mientras estoy de baja maternal con nuestros dos hijos.

Nunca me hice ilusiones. Desde el primer día, desde aquel encuentro inicial, supe que ella jamás me aceptaría. No era mi carácter, ni mis actos, ni cómo trataba a su hijo. No. Era peor: yo venía de un pueblo perdido en la sierra, y ella, de Madrid. Y eso fue suficiente para que me condenara. Era «inferior», «no digna», «no para él». Punto.

Cuando Álvaro y yo nos casamos, su frialdad era palpable. Sonrisas forzadas, palabras medidas. Fingía normalidad, pero hasta las preguntas más inocentes iban cargadas de desdén. Su frase en la boda aún me quema: «Bueno, al menos el pueblo nos dará nietos». Nunca lo olvidaré.

Decidimos vivir aparte desde el principio. Un piso de alquiler, humilde, pero nuestro. Un territorio sin intrusiones. Le dije a mi marido claramente: «No soportaré vivir con tu madre. Me ahogaré». Él lo entendió. Incluso cuando ella insistía: «¿Para qué pagar a desconocidos? ¡Aquí tenéis habitación gratis, todo cerca!», él se mantuvo firme: «Mamá, ya nos las arreglamos».

Y ahí fue cuando ella lo confirmó: la culpable era yo. La bruja que alejó a su niño de casa. Desde entonces, su desprecio creció. No lo decía abiertamente, pero cada gesto, cada suspiro, rezumaba veneno. Y yo aguanté. Por amor a mi marido. Por evitar la guerra.

Luego llegó el embarazo. Álvaro y yo lo deseábamos. Queríamos ser padres jóvenes, con energía. Pero para ella fue otro motivo de reproche.

—¿Y cómo vais a mantener a un bebé con un alquiler y solo el sueldo de Álvaro? ¡Os vais a hundir! —decía, meneando la cabeza.

Nos negamos a mudarnos con ella. Otra vez. Sí, fue duro. Pero no nos quejamos. Yo trabajaba a distancia, él hacía horas extra. Nadie nos regaló nada. Lo logramos solos.

Cuando nació nuestro primer hijo, pareció calmarse. Venía con juguetes, lo achuchaba, decía qué guapo era. Casi creí que había cambiado. Pero al quedarme embarazada de nuevo, todo se derrumbó. Ahora su rabia era directa, cruel.

—¡Habéis perdido la cabeza! ¡Otro crío! ¡Tú solo paras, pero trabajar… eso no! ¡Que Álvaro se mate a trabajar, claro! ¡Y tú tan pancha en casa!

Callé. Pero cuando soltó: «Hazte un aborto y ponte a trabajar como las mujeres normales», Álvaro estalló. No fue un reproche sutil. Fue un grito. Claro. Cortante. Doloroso.

—¡Mamá, basta! ¡Es nuestra familia, nuestra decisión! ¡No te pedimos nada! ¡Si no quieres llamar, no llames!

Se cortó. Desapareció. Ya no viene. Solo le habla a él, a escondidas. Y a mis espaldas, en cada reunión familiar, me crucifica: que soy una mantenida, que no hago nada, que parí para no trabajar, vaga, paleta…

Y duele. No por sus palabras, ya estoy curada. Duele porque es la madre de mi marido. Podría estar aquí, disfrutar de sus nietos, ayudarnos… Pero elige envenenar todo. ¿Por qué? ¿Porque vivimos como queremos?

Sí, estoy en casa. Pero no es «no hacer nada». Son noches en vela, berrinches, papillas, pañales, lloros, lavadoras, miedos y besos. No es un spa. Soy madre. Cansada como nunca en mi viejo trabajo. Y no vivo a costa de nadie: lo nuestro es de los dos. Casa, hijos, vida. Mientras él trabaja, yo crío. Cuando crezcan, volveré a mi profesión. No soy una parásita.

¿Por qué no lo ve? ¿Por qué solo hay desprecio donde debería haber orgullo?

Nos va bien. Nos queremos. Solo pido que nos dejen en paz. Sin reproches. Sin veneno. Porque somos una familia. Y nadie tiene derecho a romper lo que construimos con amor. Ni siquiera una suegra.

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