¡Acusaciones Infundadas de la Nuera!

**Diario de Lucía Hernández**

—¡Eres una desgraciada! —mi nuera me acusó de algo que no hice.

—Me lo dijo a la cara, que yo quería destruir su matrimonio. ¿Te imaginas? —explicaba con voz quebrada Lucía, una mujer mayor, culta, con el cansancio marcado en su rostro—. Lo dijo sin pudor, como si no tuviera conciencia. Y yo… solo quería lo mejor.

Todo empezó hace dos años, cuando su hijo, Javier, de 27 años, pasó por dificultades. Acababa de casarse con una chica de provincias, Alba. Vivían en un piso alquilado en Fuenlabrada, más o menos bien, incluso ahorraban poco a poco para un piso propio. Pero la crisis no perdona: despidieron a Javier y no podían pagar el alquiler. Entonces, Lucía, con su gran corazón, les ofreció mudarse a su casa, un piso de tres habitaciones en Lavapiés.

—Habrían acabado en la calle —aseguraba con amargura—. Pero yo los recogí. A la familia no se la abandona.

Al principio, todo iba más o menos bien. Pero pronto empezó lo que Lucía no esperaba. Resultó que Alba no tenía ninguna costumbre de orden. Dejaba montones de pelo en el baño, la cama sin hacer, platos sucios en el fregadero. Según mi suegra, solo fregaba los platos cuando ya no quedaba nada limpio, y solo para ella.

—Podía hacerse una tortilla, comérsela y dejar la sartén ahí, sin limpiar. Ningún respeto. Yo ni siquiera me atrevía a decir nada, porque enseguida se ofendía, decía que la humillaba. Pero solo quería que entendiera que eso no era un hotel, era mi casa.

Lucía recordaba cómo intentó acercarse a ella: hablándole con calma, ofreciéndole ayuda. Pero solo recibió miradas furiosas y reproches. Alba creía que, como los habían invitado, Lucía debía aguantar todo sin quejarse.

—Llegó un punto en el que dejé de invitar a gente. Vino mi hermana, vio el desastre en el que vivíamos y suspiró hondo. Me morí de vergüenza. Toda la vida acostumbrada al orden, y de pronto, viviendo en un basurero.

Javier, según contaba Lucía, evitaba meterse. Sin embargo, un día, ella no pudo más y le dio un ultimátum: o hablaba con su mujer, o tendrían que irse. Alba reaccionó, empezó a limpiar, aunque sin demasiado esfuerzo. Al menos algo.

Pero la paz duró poco. Las peleas aumentaron. Alba gritaba que no era una criada y que no pensaba vivir bajo las reglas de otra. Cuando Javier intentaba razonar con ella, se defendía con insultos, lo acusaba de estar dominado por su madre y hasta tiraba platos al suelo.

Al cabo de unos meses, se mudaron. Volvieron a un piso alquilado, con un crédito. Y Lucía se quedó sola en su casa, por primera vez en mucho tiempo.

—Me senté en el sofá y respiré hondo. Limpié todo hasta que brillara, abrí la ventana y disfruté del silencio. No soy mala, pero sentí alivio. Nadie ensuciaba, nadie me faltaba al respeto. Mi casa era mía otra vez.

Pero la tranquilidad no duró. Una semana después de la mudanza, Alba llamó a Lucía. Podría haber sido para disculparse, o agradecerle todo. Pero no. La llamó para acusarla.

—Tú —le dijo— educaste mal a tu hijo. Obedece demasiado a su madre, me compara contigo. ¡Tienes la culpa de que no seamos felices! ¡Quieres que nos divorciemos!

Esas palabras fueron como una bofetada para Lucía.

—No supe qué responder. Ya había hecho todo lo posible. No me metí, me aguanté. ¿Y ahora soy la “desgraciada” para ellos?

Alba le confesó que Javier solía ponerla como ejemplo: “Mi madre lo hace así”, “En casa de mi madre siempre hay orden”. Y eso la sacaba de quicio, lo veía como manipulación.

—¿Qué tiene de malo? Si siempre he sido ordenada, si sé llevar una casa y mi hijo lo nota, ¿es motivo para odiarme?

Desde ese día, Lucía cortó todo contacto con Alba.

—Gasté tantas energías en ella. Quise ayudar. Y al final, soy su enemiga. Que vivan como quieran. No les guardo rencor, pero tampoco voy a seguir soportando esto.

Lo dice con calma, pero su voz delata un cansancio profundo, acumulado durante años. Solo quería lo mejor para su hijo, y acabó siendo la culpable de todo.

—¿Y tu hijo? —pregunté—. ¿Habla contigo?

—En cosas prácticas. Viene, ayuda en casa. Pero se nota distante. Supongo que teme volver a quedar en medio.

Lucía mira por la ventana, donde cae la tarde.

—Solo quería cariño. Cariño y respeto. ¿Es mucho pedir?

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