Cuando mi marido me echó a la calle, no quería seguir viviendo. Años después, entendí que fue lo mejor que me pudo pasar.
Me casé por amor, sin imaginar lo que me esperaba. Tras dar a luz a mi hija, engordé diecisiete kilos y mi vida dio un vuelco.
Mi marido empezó a humillarme, llamándome “vaca” y “cerda”, dejando de verme como mujer. Comparaba mi aspecto con el de las esposas de sus colegas, diciendo que ellas eran perfectas y yo, según él, un desastre.
Sus palabras me destrozaban. Luego descubrí que tenía una amante joven y ya ni se molestaba en ocultarlo. Hablaba con ella por teléfono delante de mí, le enviaba mensajes, y mi hija y yo dejamos de importarle.
Las noches las pasaba llorando, sola. Sin familia —soy huérfana— y con las amistades distanciadas tras mi boda, él se sentía impune. Hasta me pegaba. Le molestaba que la niña llorara por las noches; me gritaba para que la callara, amenazando con echarnos de casa.
Nunca olvidaré aquel día. Llegó del trabajo y me ordenó que me largara. Era casi de noche y nevaba. Con una maleta y mi hija en brazos, me quedé en la calle, sin saber adónde ir. Ni siquiera me dejó recoger mis cosas. Mientras intentaba asimilarlo, un taxi se detuvo frente a casa. Bajó su amante con una maleta y entró en nuestro piso. Solo llevaba unas monedas en el bolsillo.
Mi única opción fue ir al hospital donde antes trabajaba. Tuve suerte: una enfermera conocida nos dejó pasar y pudimos dormir allí.
Por la mañana, empeñé mi cadena con cruz —lo único que me quedaba de mi madre—, unos pendientes que me regaló mi marido antes de casarnos y mi alianza. Encontré un anuncio de una anciana, la abuela Carmen, que alquilaba una habitación en las afueras. Se convirtió en familia. Gracias a que cuidaba de mi hija, pude trabajar.
Sin estudios, fui empaquetadora en una carnicería y por las noches fregaba escaleras. Más tarde, una clienta para la que limpiaba me ofreció un puesto de administrativa en su empresa, con mejor sueldo. Fue ella quien me animó a estudiar, me ayudó a entrar en la universidad y acabé siendo abogada.
Ahora mi hija está en la universidad, tenemos un piso de tres habitaciones, coche y viajamos al extranjero varias veces al año. Mi bufete prospera, y le doy las gracias al destino porque, sin aquel despido matrimonial, no habría logrado nada.
Hace poco, mi hija y yo buscábamos un terreno para una casa de campo. Encontramos uno cerca de la ciudad, y cuál fue mi sorpresa cuando abrió la puerta mi exmarido, con su amante —ahora bastante entrada en carnes— detrás. Quise soltarle todo lo que llevaba dentro, pero me limité a mirarle a los ojos. Ante mí había un hombre borracho, con tripa y deudas. Por eso vendían la casa. Tras un silencio incómodo, llamé a mi hija y nos fuimos.
Con la abuela Carmen seguimos en contacto. La visitamos, le llevamos dulces y la ayudamos. Nunca olvidaré su mano tendida cuando más la necesitaba. Tampoco a Elena, mi antigua jefa, quien me dio la oportunidad de creer en mí misma y salir adelante.






