**«¡No soy tu enfermera! Cómo mi marido quiso cargarme con el cuidado de su madre»**
Aquel día de marzo, Elena temblaba desde el amanecer. No de frío, sino de rabia. Mientras vestía a su hijo frente al espejo, intentaba contener la irritación. Era 8 de marzo, el Día de la Mujer, que podría haber sido tranquilo si no tuviera que visitar, una vez más, a su suegra. Eso significaba sonrisas falsas, comentarios sarcásticos, reproches y esa culpa que la anciana sabía sembrar como nadie.
—Elena, otra vez con esa cara larga —rezongó Nicolás, abrochándose la chaqueta—. No me digas que no quieres ir.
—¿En serio no lo entiendes? —espetó ella entre dientes—. Siempre me critica, me dice cómo criar mal a Daniel y ni siquiera pregunta cómo estoy. Como si yo no me partiera el lomo trabajando y manteniendo esta casa.
—Pero si no sales de casa —soltó él con desdén.
—¿Crees que trabajar desde casa es estar tumbada en el sofá? ¿O acaso la luz y la comida caen del cielo?
Nicolás se encogió, herido. No le gustaba que Elena le recordara quién llevaba el peso económico. La verdad era que su sueldo de diseñadora freelance triplicaba el suyo de vigilante en un almacén.
—¿Podrías ir tú solo esta vez? —insistió ella.
—Hoy es 8 de marzo, Elena. No puedes ignorar a mi madre.
Horas después, estaban en el minúsculo piso de Esperanza Martínez, en Vallecas. En un rincón, Julia, la sobrina huérfana de Nicolás, hojeaba una revista sin dirigirles la palabra. Llevaba cinco años viviendo con la abuela, quien claramente prefería a la joven antes que a su propio nieto.
—Las tías y yo hemos hablado —anunció Esperanza durante la comida—. El piso será para Julia. Vosotros ya tenéis casa; ella empieza desde cero.
Los papeles se firmaron días después, con la condición de que Julia solo se mudaría tras la muerte de la abuela. Pero el destino quiso otra cosa: tres semanas después, Esperanza sufrió un derrame cerebral. Sobrevivió, pero quedó postrada, necesitando ayuda constante.
—Nos mudamos con mi madre —declaró Nicolás sin discutir—. No puede estar sola.
Elena tragó saliva, conteniendo el enojo. Se mudaron, pero el peso de cuidar a la suegra —comida, limpieza, cambiarla— cayó solo sobre ella. Nicolás trabajaba, Julia estudiaba o estaba con su novio. Y Elena, entre su trabajo y la casa, ahora también era enfermera.
—Nicolás, ¿y si Julia ayuda? Al fin y al cabo, el piso es suyo —planteó una noche, exhausta.
—Es estudiante, tiene su vida. Además, tú estás en casa.
—¡En casa trabajando! Y cargando con todo.
—¿Te cansa, eh? —replicó él con sorna—. Es mi madre. ¿Vas a abandonarla?
—Es *tu* madre. Yo no tengo por qué hacerlo. Tú no cuidarías de la mía. Contrata a una cuidadora.
—¿Y quién paga?
—Con su pensión. O con tu sueldo.
—Entonces, ¿para qué te tengo a ti? —dijo él, helado—. Ve a ver cómo está.
Esa noche, Elena miró al techo, las lágrimas ardiendo. Él la usaba: como mujer, como empleada, como enfermera. Julia, la heredera, ni aparecía. Y ella se rompía día tras día.
A la mañana siguiente, mientras Nicolás trabajaba, Elena empacó. Tomó a Daniel de la mano y regresó a su piso. Apagó el móvil y solo envió un mensaje: *«Estoy harta de serlo todo. Suerte.»*
Al caer la tarde, Nicolás irrumpió, furioso.
—¡O vuelves o pediré el divorcio! —rugió.
—Como quieras —respondió ella, serena—. Pero ahora lo pido yo. No debo sacrificarme por un piso que no es mío ni por alguien que nunca dio las gracias.
—¡Te arrepentirás!
—Ya me arrepiento… de haber aguantado tanto. Ahora soy libre. Solo te agradezco a Daniel.
Un mes después, el divorcio se firmó sin resistencia. Nicolás no pidió perdón. Elena no llamó.
Seis meses más tarde, supo que Esperanza había muerto. Y Julia, la nieta favorita por quien todo se hizo, echó a su tío a la calle como un mueble viejo.
La vida puso cada cosa en su sitio. Y Elena no sintió ni un ápice de remordimiento por haber escapado a tiempo.






