En un pequeño pueblo de la campiña española, donde todos se conocen, la vida transcurre con tranquilidad bajo el ritmo de las tradiciones. El trabajo escasea, y la mayoría de los habitantes sobreviven gracias a sus huertos, la pesca o la caza.
Nuestra familia no era diferente. Con media hectárea de tierra y un pequeño huerto, bien cuidados, no solo teníamos para comer, sino que también podíamos vender el excedente. Mi marido, aficionado a la pesca, aportaba lo suyo, mientras yo me encargaba del ganado y las aves de corral. Desde pequeños, enseñamos a nuestros hijos el valor del trabajo: unos daban de comer a las gallinas, otros desherbaban los bancales.
Cerca de nosotros vivía una mujer llamada Rosario. Su fertilidad era tema de conversación en todo el pueblo: tenía más de diez hijos. Sin embargo, ni ella ni su marido, Emilio, se esforzaban por mantenerlos. Sus tierras, abandonadas, eran alquiladas ocasionalmente a vecinos, pero estos pronto desistían por las exigencias desmedidas de la pareja.
Rosario y Emilio vivían principalmente de la caridad. Los vecinos, compadecidos, les ayudaban con un saco de patatas, huevos, carne o fruta. Sus hijos visitaban nuestras casas, ofreciendo ayuda a cambio de comida. Yo no era la excepción y aceptaba su colaboración.
El que más recuerdo es el hijo mayor de Rosario, Alejandro. Siempre cumplía con las tareas encomendadas y nunca se iba de nuestro hogar con el estómago vacío.
Un día, Emilio perdió la vida tras un exceso con el alcohol, dejando a Rosario sola con sus hijos. Ella, sumida en su dolor, pareció olvidarse de ellos. El alcalde del pueblo llamó a los servicios sociales, y los niños fueron enviados a orfanatos.
Alejandro también se fue. Mi marido y yo nos habíamos encariñado con él, y su ausencia nos dolió mucho. Averigüé dónde estaba su orfanato y comencé a visitarlo cada dos semanas. Tras reflexionarlo mucho y hablar con mi marido, decidimos acogerlo legalmente y darle un hogar.
Alejandro nos conocía, nosotros a él, y se llevaba bien con nuestros hijos. Su llegada a nuestra familia fue natural. Se convirtió en un verdadero apoyo, siempre dispuesto a ayudar sin imponerse sobre sus hermanos menores.
Los años pasaron, los niños crecieron, terminaron la escuela, algunos estudiaron formación profesional, otros fueron a la universidad, formaron sus propias familias y se dispersaron por España. Alejandro, tras finalizar sus estudios, también partió.
Hoy, con más de cincuenta años, tiene una familia maravillosa y dos hijos a los que consideramos nuestros nietos. De él emana un cariño especial y una gratitud infinita por el amor que le dimos. Me llena de alegría haber tomado aquella decisión de sacarlo del orfanato.
La vida nos enseñó que la familia no siempre está en la sangre, sino en el corazón que se entrega sin condiciones.