El pasado regresa: la dejó por error y 30 años después descubre que tiene un hijo.

**El pasado regresó: la dejó por necedad, y treinta años después descubrió que tenía un hijo**

A veces la vida trae encuentros que en un instante lo cambian todo. Arturo del Valle, concejal de la diputación y hombre de apellido ilustre, llevaba años acostumbrado a una existencia medida, planeada al minuto. Pero aquel día de diciembre cambiaría su destino más que todas sus decisiones políticas en décadas.

La queja que llegó a su despacho al principio le pareció trivial: una mujer denunciaba que los operarios habían destrozado su jardín frente a la casa. Su secretaria añadió: «No es cualquiera, señor. Tiene cincuenta y aparenta treinta. Dueña de varios salones de belleza. Hasta tiene el título de madre numerosa.» Y ese nombre —Elena Martínez— le resonó dentro.

—¿Sabes? —dijo a su asistente—, tuve una esposa con ese mismo nombre. Una belleza, humilde. La amé como un tonto. Pero…

Calló. Todo ocurrió treinta años atrás. Arturo era solo Arturo entonces. Su apellido vasco, marka de orgullo familiar, llevó a sus padres a exigirle un heredero y una novia «de su clase». Elena no encajaba. Era pobre, pero de una belleza celestial y una bondad que iluminaba. Se casó con ella contra todo, pero tras dos años sin hijos, cedió a la presión: «Si no te da un hijo, déjala.» No quiso dejarla en la calle, así que le compró un piso. Lejos, en otra provincia, donde la familia no se enterara. Nunca más la vio.

Cuando el coche oficial giró hacia la casa, su corazón se aceleró: allí estaba ella. La misma Elena. Mayor, serena, elegante como un vino añejo. La reconoció al instante, pero fingió no hacerlo.

—Quedaos aquí. Yo hablaré con ella.

Ella tampoco dudó:

—¿Arturo? Ya pensaba que no eras tú. ¿Qué tal ese apellido tan importante? ¿O lo has cambiado?

Bajó la mirada.

—Sí. Ahora soy Arturo de la Vega. En los noventa… era necesario. Para ascender.

—Todo por el linaje… Qué poco has cambiado.

Charlaron tomando café. Elena lo invitó a entrar, y él buscaba pistas: ¿vivía sola?, ¿estaba casada?… Entonces sonó su teléfono. En la pantalla: «Alejandro». Contestó con dulzura:

—Hola, hijo. Sí, todo bien. Sí, ya hemos visto al abogado. Un beso, luego hablamos.

Al colgar, Arturo estaba pálido como la pared.

—Es… pelirrojo. Como yo de joven. ¿Es mío?

Elena suspiró.

—Sí. Un mes después de que te fueras, supe que estaba embarazada. Quise terminar con ello, pero el médico me convenció. Después, él se convirtió en mi marido. Crió a Alejandro como suyo, pero siempre supo la verdad. Para mi hijo, su padre es quien estuvo ahí, no quien se marchó.

Las lágrimas rodaron por su rostro. Por primera vez en años, sintió que los actos del pasado siempre vuelven. Y no siempre con dulzura.

—Si quieres conocerlo, inténtalo. Pero no esperes gratitud. Él decidirá.

Al volver al coche, sus colaboradores se preguntaban qué había ocurrido en esos diez minutos junto al jardín arruinado.

Arturo del Valle se secó el rostro y ordenó en seco:

—Que reparen el jardín en una semana. Y que todos recuerden: tarde o temprano, la vida cobra lo que hacemos. Aunque sea treinta años después.

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El pasado regresa: la dejó por error y 30 años después descubre que tiene un hijo.