Hoy me acuso a mí misma de no amar a mi propio hijo.
A veces la vida nos plantea preguntas sin respuesta. O peor aún: nos convierte en la pregunta que no sabemos cómo resolver. Esta historia no es mía, pero desde que la escuché, no me deja en paz.
Me llamo Natalia, crecí en una familia numerosa. Éramos siete: mi madre, mi padre y cinco hijas. Yo, la menor. Desde pequeña, una obsesión rondaba mi mente: ¿a cuál de nosotras quería más mamá?
Solía preguntárselo, sobre todo cuando estábamos a solas. Pero ella nunca hizo diferencias. Su respuesta era siempre la misma: “Las quiero a todas por igual. Sois mis hijas, y mi amor es uno solo: el de madre”. Entonces me parecía evasivo. Ahora, mirando atrás, sé que fue lo más sabio. Gracias a esa equidad, mis hermanas y yo crecimos unidas, dispuestas a ayudarnos en cualquier momento.
Yo, en cambio, solo tengo un hijo. Nunca sabré lo que siente un padre con varios. Pero hace poco conocí a una mujer cuya experiencia me hizo cuestionarme cosas que ni siquiera me atrevía a imaginar.
Se llama Isabel. Llegó a mi departamento y pronto congeniamos. Almorzábamos juntas, compartiendo confidencias. Siempre me gustó escuchar vidas ajenas; así descubres no solo al otro, sino también tus propias sombras.
Isabel hablaba a menudo de su hija: sus estudios, su trabajo, cómo ayudaba en casa. Enseñaba fotos, celebraba cada logro. Yo sonreía, admirando a una madre tan entregada.
Hasta que un día mencionó un regalo de… su hijo. “¿Hijo?”, pregunté. “Nunca dijiste que tenías otro”. Ella torció la boca en un gesto incómodo y, tras dudar, me contó la verdad.
Su hijo había nacido primero. Joven, llena de sueños, quería ser la madre perfecta. Lo cuidaba, lo bañaba, lo alimentaba… pero notaba que lo hacía por obligación, no por amor.
—No puedo explicarlo —susurró—. Era un buen niño. Obediente, inteligente. Pero mi corazón callaba. Me decía que tal vez con el tiempo… pero nunca llegó.
Cuatro años después nació su hija. Y entonces todo cambió. El amor que no sintió por su hijo la inundó de repente. La adoraba, la mimaba. Mientras tanto, él quedaba relegado. Sin maltrato, pero también sin abrazos, sin besos, sin un “te quiero”. Era como un extraño en su propia casa.
Con los años, la culpa creció. Buscó excusas: depresión, cansancio, falta de madurez. Pero la verdad era simple: no lo amaba. Y al ver que sí amaba a su hija, el dolor era aún mayor. Porque a uno le dio todo, y al otro, solo deber.
—A veces imagino —confesó Isabel— al niño que fue, viendo cómo acaricio a su hermana, cómo la beso. Y a él, nada. Y lo recuerda. Siempre. En sus ojos veía la misma pregunta que yo le hice a mi madre: «¿A quién quieres más?». Y no podía mentirle, porque él ya sabía la respuesta.
Ahora su hijo es un hombre exitoso. La respeta, la ayuda. Pero entre ellos hay distancia, frialdad. Como si ambos fingieran un afecto que no existe.
La escuché sin saber qué decir. No la juzgué, pero el corazón se me encogió. ¿De verdad puede pasar? ¿Que no seas capaz de amar a tu propio hijo? ¿Que un alma te responda y otra no?
Quizá ese sea el peor pecado de una madre: no odiar, no maltratar… sino simplemente no sentir.
Desde entonces miro a mis compañeros, amigos, vecinos de otra forma. Cada uno guarda su historia. Y quizá, cerca de mí, haya una mujer que calla, pero que cada noche se reprocha no haber podido dar amor a quien más lo necesitaba.