La boda no se celebró — todo lo arruinó el terrible secreto de la hermana de la novia
Esta historia, que os voy a contar ahora, aún resuena por los pasillos de nuestra empresa. Dos semanas después, las conversaciones no paran — con susurros, miradas punzantes y opiniones divididas: ¿quién tuvo la culpa, él o ella? El equipo quedó partido en dos. Y todo porque se canceló la boda de nuestra callada y discreta compañera, Lucía.
Lucía es de esas personas de las que dices: “frágil como porcelana”. Tiene veinticinco años, delgada, educada, siempre comedida, incluso en las discusiones. Llevábamos tiempo esperando que diera el paso, porque con su novio, Javier, llevaba casi dos años. Su relación era estable, cálida, la envidia de muchos: Javier la recogía del trabajo, le traía flores sin falta, preparaba cenas románticas y se la llevaba de viaje. Parecía el hombre perfecto: atento, maduro, de fiar.
La propuesta de matrimonio fue preciosa — con anillo, discurso y voz temblorosa incluidos. Lucía brillaba. Empezaron los preparativos. Todo pintaba para un final feliz, hasta que… apareció su hermana, Rocío. La mayor, ruidosa, problemática. El polo opuesto de Lucía. Grosera, directa, con tendencia a pasarse con el alcohol y más de una escena en la oficina pidiéndole a su hermana que le “dejara unos euros hasta el sueldo”.
Rocío nunca tuvo reparos en pedir. Pero no era para pan — solo para vino, ginebra o lo que pillara. Vamos, que la conocían en la oficina y en el estanco de la esquina. Javier sabía de ella, la había visto colarse en su piso, montar escándalos… así que la evitaba. No cruzaba palabra ni la invitaba a reuniones familiares. Lucía lo entendía — ni ella podía con Rocío, que siempre vivió a su aire, dejando caos a su paso.
Aun así, Javier se armó de valor — propuesta de matrimonio, anillos, reservaron el restaurante, fijaron fecha. Faltaba una semana cuando ocurrió lo inesperado.
Aquel maldito viernes, Lucía invitó a Javier a cenar con sus padres para conocerse mejor. La velada empezó tranquila. Rocío, sobria por una vez, ni hablaba. Todos se sorprendieron. Pero era la calma antes de la tormenta.
Cerca de la medianoche, con la mesa ya medio vacía, Rocío agarró su copa, la llenó hasta el borde, se la bebió de un trago y rompió a llorar. Primero en silencio. Luego… explotó.
—Me acuerdo de mi hijo… ¿Dónde estará ahora? ¿Cómo estará…? Yo lo dejé… Firmé los papeles en el hospital…
El silencio se hizo helado. Lucía palideció. Su madre intentó llevarse a Rocío a la cocina, pero ya no había freno:
—Dio a luz… un niño sano… Y luego… me asusté. Sola, sin dinero, sin el padre… Firmé el papel. Lo abandoné. Perdonadme…
Javier se quedó de piedra. Miró a Lucía, luego a Rocío, otra vez a Lucía, como preguntándole si lo sabía. Ella solo asintió. Lo sabía. Pero nunca habló.
Al día siguiente, Javier desapareció. No fue al trabajo, no contestó llamadas. Dos días después, canceló la boda avisando a todos. A Lucía le dijo poco:
—No puedo formar parte de una familia donde se borra a un niño como si fuera un error. Lo siento.
Desde entonces, Lucía parece un espectro. Viene a la oficina pálida, sin maquillar, la mirada vacía. No explica nada. Se ha encerrado en sí misma. Y la oficina arde: unos dicen que Javier fue cobarde, que huyó sin entender. Otros, que Lucía debió contarlo antes. Que la verdad, aunque duela, debe salir si vas a casarte con alguien.
Yo aún no sé de qué lado estoy. Rocío lo destrozó todo, pero ¿fue solo culpa suya? Tuvo un hijo y lo dejó. Su familia lo sabía. Callaron. Nadie intentó salvar a ese niño. Nadie asumió responsabilidad.
Y Javier… quizá solo tuvo miedo de que Lucía también ocultara algo en el futuro. Que en esa familia se guardaran secretos hasta que reventaran vidas.
Ahora, en esa misma sala donde antes se hablaba de vestidos, anillos y tartas, hay un silencio que pesa. Y Lucía… sigue sentándose frente al ordenador, sin sonreír, sin mirar a los ojos. Solo una vez la oí susurrar al teléfono:
—No, mamá, no volverá. Y no le guardo rencor. Solo duele. Mucho.