Regresamos a la casa de la abuela… y otra familia ya vivía allí.
Era una de esas mañanas en las que despiertas con un peso en el pecho sin distinguir si fue un sueño o un recuerdo. Yacía en la cama con mi camisón empapado en sudor, aunque en nuestro piso en Salamanca siempre hace frío en invierno. Había soñado con la abuela. Mi difunta abuela María José, con quien pasé los mejores veranos de mi infancia en el pueblo cercano a Ávila. Estaba sentada en el banco junto a la chimenea, cuyo calor parecía calar hasta los huesos, y me miraba con cierta tristeza mientras preguntaba:
—¿Por qué no vienes a verme, nieta? ¿Me has olvidado?
Me desperté con un nudo en la garganta. La culpa pesaba como una losa. Me giré hacia mi esposo, que dormía a mi lado, y dije con firmeza:
—Javier, hoy vamos al pueblo. A ver a la abuela. Al cementerio.
Se sorprendió, claro —afuera caía una espesa nieve y el camino era largo—. Pero no discutió. Rápidamente preparamos el coche: un termo, unos bocadillos, una manta. El trayecto nos llevó casi cuatro horas —la carretera estaba helada, cubierta de nieve—, pero mi determinación era inquebrantable.
Al cementerio llegamos a pie —sin senderos, solo profundos ventisqueros—. Cuando encontramos la tumba de la abuela, el corazón se me encogió: un abedul caído cubría la lápida. Entre Javier y yo, pasamos casi una hora quitando nieve y ramas, poniendo todo en orden. Encendí una vela, me despedí en silencio… y de pronto, una idea cruzó mi mente:
—¿Y si vamos a la casa? A ver cómo está. Al fin y al cabo, la abuela nos la dejó en herencia.
Javier asintió. No habíamos ido en más de un año. Esperaba encontrar un patio cubierto de nieve, ventanas heladas y un silencio sepulcral entre sus muros. Pero lo que vimos nos dejó sin habla: luz en las ventanas, humo saliendo de la chimenea, un camino despejado hacia la puerta. Frené en seco.
—¿Quién puede ser? —musitó Javier.
Nos miramos, bajamos del coche y nos acercamos. Llamé a la puerta. Al instante, una mujer joven nos abrió. Detrás de ella, una niña de unos seis años asomó la cabeza.
—¡Hola! —dijo la pequeña con voz alegre.
Javier y yo respondimos casi por reflejo. La mujer, al saber quiénes éramos, se ruborizó y se disculpó atropelladamente, invitándonos a pasar.
Dentro hacía calor, como en aquel sueño. Hasta el aroma a leña era el mismo de mi infancia. Nos sentamos a la mesa. Natalia —así se llamaba la mujer— sirvió té, trajo galletas y empezó a contar su historia. Hacía un año, su marido había muerto en un accidente. El piso que tanto les costó comprar quedó a su nombre, pero mantenerlo con una niña y sin ingresos era imposible. Decidió mudarse al pueblo con una tía, pero esta ya vivía con otro hombre y no podía acogerlas. Le sugirió buscar una casa abandonada.
—Hay varias por aquí —explicó Natalia—. Mi tía me habló de la vuestra: acogedora, sólida, y dijo que ustedes eran buena gente. Que quizá llegaríamos a un acuerdo.
Alquiló su piso y se instaló allí. Llevaba un año cuidando la casa, manteniendo el huerto. Hablaba con una timidez tan sincera que no sabía si enfadarme o compadecerla.
Miré a Javier. Bebía su té en silencio, pero su mirada lo decía todo: pensaba igual que yo.
—Natalia —dije—, no hay nada que decidir. Quédense. Solo que, si algún día volvemos, ¿nos dejarán quedarnos?
Sus ojos se abrieron como platos. Casi rompió a llorar:
—¡Por supuesto! Cuidaremos de todo. ¡Vengan cuando quieran!
La niña, al oír esto, sonrió y preguntó:
—¿Y cuándo vendrán?
Me agaché frente a ella, miré sus ojos claros y respondí:
—¿Cuándo nos invites?
La pequeña pensó un momento y, de pronto, exclamó:
—¡En verano!
—Trato hecho —sonrió Javier.
Al marcharnos, mi corazón se sentía ligero como una pluma. Sabía que la abuela nos veía. Que lo entendía. Que mi viaje no había sido en vano. Esa noche, soñé con ella otra vez: caminábamos por un sendero del bosque, me tomaba del brazo y me hablaba con cariño, aunque al despertar no recordé sus palabras. Solo su sonrisa, cálida como siempre. Tal vez estaba orgullosa. Por visitarla. Y por haber abierto su casa a Natalia y a la pequeña Lucía.
Desde entonces, creo en los sueños. Y en que las pérdidas a veces nos dejan ganar algo nuevo.