Creía que mi hija tenía una familia feliz… hasta que la visité.

Creía que mi hija tenía un matrimonio feliz… hasta que fui a visitarla.

Cuando nuestra Lucía anunció que se casaba con un hombre ocho años mayor, mi marido y yo no pusimos objeciones. Nos causó buena impresión desde el principio: culto, educado, atento. Javier sabía cómo caer bien. Colmaba a nuestra hija de atenciones: flores, viajes, regalos. Y cuando dijo que cubriría todos los gastos de la boda —el restaurante, el vestido, los cámaras, la decoración— casi se me saltaron las lágrimas. Estábamos seguros: nuestra niña estaba en buenas manos.

—Tiene su propia empresa, mamá, no te preocupes —decía Lucía—. Está bien establecido, lo tiene todo controlado.

Seis meses después de la boda, Javier vino con Lucía a nuestra casa. Paseó por el piso sin decir nada. Al día siguiente llegaron los instaladores. Una semana después, los albañiles. Y así, en nuestro viejo piso de Granada, aparecieron ventanas de cinco cámaras con aislamiento acústico. Luego renovaron el balcón, pusieron aire acondicionado e incluso cambiaron el suelo de la cocina.

Mi marido y yo agradecimos a nuestro yerno, incómodos, pero él solo movió la mano: —Tonterías. Para los suegros, lo mejor. —Nos halagó, claro. ¿Cómo no alegrarse viendo a nuestra hija bien cuidada, con tanto amor y un marido tan atento?

Después nació su primer hijo. Todo fue de película: la salida del hospital con globos, el trajecito elegante, las mantillas de encaje, el fotógrafo profesional… Todo impecable. Mi marido y yo nos conmovíamos: —Ahí está, la familia perfecta.

Dos años después llegó el segundo bebé. Otra fiesta, regalos, invitados. Pero Lucía parecía apagada. Ojos cansados, sonrisa forzada. Al principio pensé que era el agotamiento posparto. Dos niños pequeños no son fáciles. Pero con cada llamada, notaba más que mi hija ocultaba algo.

Decidí ir a verla. Llamé para avisar y llegué por la tarde. Javier no estaba. Lucía me recibió sin entusiasmo. Los niños jugaban en su habitación; fui a verlos, les acaricié el pelo, los abracé. El corazón se me llenó de alegría —mis nietos, al fin. Cuando se distrajeron con los dibujos, me acerqué a Lucía y pregunté en voz baja:

—Cariño, ¿qué pasa?

Ella se sobresaltó, miró hacia otro lado y forcejeó una sonrisa:

—Nada, mamá. Solo estoy cansada.

—No es solo cansancio. Pareces… triste. No te ríes, tienes la mirada apagada. Te conozco, Lucía. Dime, ¿qué ocurre?

Vaciló. En ese momento, la puerta se abrió: era Javier. Al verme, su rostro se tensó. Sonrió y me saludó, pero su mirada era fría, como si le estorbara. Y entonces lo olí: un perfume dulzón, intenso, nada masculino. Un aroma francés, de mujer.

Cuando se quitó la chaqueta, vi en el cuello de su camisa un restregón de pintalabios. Rosa. No pude contenerme y dije, con calma pero clara:

—Javier, ¿seguro que estabas trabajando?

Se quedó quieto un instante. Después se enderezó, me miró con serenidad helada y contestó:

—Isabel, con todo respeto, no se meta en nuestro matrimonio. Sí, tengo a otra mujer. Pero no significa nada. Para un hombre en mi posición… es aceptable. Lucía lo sabe. No afecta a nuestra familia. No nos divorciaremos. Los niños, mi esposa —todo bajo control. Yo les doy seguridad, estoy presente. Así que ignore tonterías como un poco de lápiz de labios.

Apreté los dientes. Lucía se levantó y se fue al cuarto de los niños, con la mirada baja. Él se dirigió a la ducha como si nada hubiera pasado. Y a mí me dolía el corazón de impotencia. Me acerqué a mi hija, la abracé y susurré:

—Lucía… ¿de verdad crees que está bien? ¿Que él esté con otra y tú lo soportes? ¿Esto es un matrimonio?

Ella solo encogió los hombros y lloró. Sin aspavientos, como si las lágrimas cayeran solas. La acaricié en silencio. Quería decirle mil cosas, pero ninguna serviría. La decisión era suya. Seguir con quien pensaba que el dinero justifica la traición… o elegirse a sí misma.

Estaba en una jaula de oro donde, en apariencia, no faltaba nada. Nada… excepto el respeto. Y el amor verdadero, ese que no engaña, no humilla, no mira con desprecio.

Me fui esa misma noche. En casa, no pude dormir. El corazón me pesaba. Quería llevármela con los niños. Pero sabía que, hasta que ella tomara una decisión, nada cambiaría. Todo lo que podía hacer era estar ahí. Esperar. Y confiar en que, algún día, Lucía elegiría su propia dignidad.

**A veces, la comodidad es solo otra forma de soledad.**

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MagistrUm
Creía que mi hija tenía una familia feliz… hasta que la visité.