«No es tuyo, pero por favor, cuídalo»
Después de un día agotador en el trabajo, lo único que deseaba Lucía era cenar con su marido, darse un baño caliente y dormir como un tronco. El día había sido un no parar: informes, llamadas y el típico ajetreo de la oficina. Aparcó en el patio de su edificio, pulsó el mando del coche con gesto automático y se dirigió hacia el portal. Iba a sacar las llaves de su bolso cuando escuchó unos pasos vacilantes detrás de ella. Al volverse, se encontró con una chica delgada, de unos dieciocho años, que llevaba en brazos a un bebé envuelto en una manta.
—Perdone, ¿usted es… Lucía? La esposa de Javier? —preguntó la desconocida con voz temblorosa.
—Sí —respondió Lucía, frunciendo el ceño—. ¿Pasa algo?
—Me llamo Ainhoa… Lo siento por aparecer así de repente, pero… este es el hijo de Javier. Se llama Adrián. No sé qué hacer… Yo era repartidora, aquel día le traje un paquete a su marido. Justo entonces… mi novio me había dejado, estaba destrozada, llorando en pleno turno. Javier intentó consolarme…
—Vaya consuelo más efectivo —soltó Lucía con sarcasmo—. ¿Y qué esperas de mí ahora?
—No tengo dónde ir. Ni casa, ni ayuda. Ya no puedo más. Por favor, lléveselo. Es su hijo…
—¡Ni hablar, cariño! Si lo has parido, lo crías tú. ¿Yo qué tengo que ver? —replicó Lucía, girándose bruscamente hacia el portal.
Pero por dentro hervía. Por mucho que intentara disimular, la idea de que su marido le hubiera sido infiel —y encima con un hijo de por medio— no le daba tregua. Cuando Javier llegó a casa esa noche, ella le soltó la pregunta sin rodeos:
—¿Te acostaste con Ainhoa?
Él bajó la mirada. Ni mentiras ni excusas. Solo un susurro:
—Sí… Fue una vez… Yo estaba hecho polvo aquel día… Me he arrepentido mil veces…
No llegaron a terminar la conversación porque llamaron a la puerta. Javier abrió y volvió con el bebé en brazos. Sobre la mantita, una nota decía: «Se llama Adrián. Por favor, cuiden de él…».
Quedó paralizado, como si le hubieran quitado el suelo de debajo de los pies. Lucía tomó al niño, miró su carita asustada y le ordenó a su marido:
—Ve a la farmacia. Compra biberones, pañales, leche. Ahora.
Así se quedaron con Adrián. Pasaron los días, luego semanas. Javier no estaba preparado para la paternidad, menos aún con la sombra de la duda. Sus padres se negaron a reconocer al nieto, tachando a Ainhoa de «fulana de barrio». Bajo presión familiar, insistió en una prueba de ADN. El resultado fue inesperado: Javier no era el padre.
Regresó a casa y anunció sin miramientos:
—Hay que llevarlo a un orfanato. No es mío.
Pero Lucía ya había tomado una decisión:
—Es mío. Si quieres, vives con nosotros. Si no, la puerta está abierta. Pero no me desharé de él. Si Dios no nos dio hijos, fue por algo.
Javier se fue. Puso fin a su matrimonio. Lucía se quedó sola, pero no se rindió. Una niñera la ayudaba con Adrián, y los vecinos echaban una mano en los días difíciles. Iba saliendo adelante. Hasta que el niño enfermó de gravedad: fiebre altísima, convulsiones… Su mundo se desmoronó en segundos. Llamaron a urgencias; diagnóstico: neumonía, hospitalización inmediata. Días de suero, noches en vela.
Allí, entre las paredes del hospital, apareció el doctor Álvaro: joven, atento, sereno. Cuidó de Adrián y, poco a poco, empezó a mostrar interés por Lucía. Un día le mencionó a Ainhoa: había estado preguntando por el pequeño.
Lucía le pidió:
—Si vuelve, tráemela. Quiero hablar con ella.
Dos días después, Ainhoa apareció. La conversación fue larga y sincera. Confesó que, al final, descubrió que el niño no era de Javier, sino de la expareja que la abandonó. Para cuando lo supo, era tarde. No tenía dinero, ni apoyo. Javier fue el único que alguna vez la escuchó sin juzgarla. Había cometido un error…
Lucía no gritó ni la culpó. Solo escuchó. Y de pronto, entendió que no podía odiarla. En su juventud, ella misma había abortado a un hijo. Quizás el universo le estaba dando otra oportunidad.
—Ven a vivir conmigo —dijo en voz baja—. Empieza de cero. Estudia. Saldremos adelante.
Ainhoa rompió a llorar. Más tarde, entró en la universidad, conoció a un hombre decente y se casó. Se llevó a Adrián con ella. Y Lucía… también encontró su felicidad. Álvaro no se marchó. Le propuso matrimonio. Ahora esperan un hijo juntos.
Javier intentó volver. Su nueva relación había fracasado. Pero ya era tarde.
A veces, las buenas acciones no se devuelven enseguida. Pero al final, lo hacen. Lo importante es saber perdonar… y escuchar al corazón.