**Gafas Violetas**
**SALVAJE**
Un perro flaco y sucio aulló de dolor. Una piedra le había golpeado la pata. Corrió lo más rápido que pudo, sin mirar atrás. Sabía que eran los chicos del barrio. Crueles, malos, peligrosos. Y él solo tenía hambre. Solo era un vagabundo.
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Víctor miraba a su madre sin entender lo que le decía. Pronto cumpliría nueve años. En su vida nunca había habido un padre, ni abuelos. Antes preguntaba por qué, pero nunca obtuvo una respuesta que comprendiera.
Hasta que, un año atrás, apareció Damián. Le apretó la mano con fuerza, se agachó frente a él como si fuera pequeño y anunció que viviría con ellos y que podía llamarle “papá”. Al principio, el niño se alegró, pero luego supo que ellos se mudarían a casa de Damián. No quería irse: allí tenía sus juguetes, su habitación, sus amigos del colegio y del parque. Su madre le prometió que se llevarían todo y que tendría una nueva habitación. “Los amigos vendrán solos”, le dijo, pero Víctor se enfadó con Damián y evitaba hablarle.
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—Hijo, ¡sal a jugar! Mira cuántos niños hay en el parque.
—Mamá, no los conozco…
—Víctor, ¿qué te pasa? Yo tampoco conozco a nadie aquí, y te aseguro que no es fácil. Pero nos acostumbraremos. ¡Solo tienes que dar el primer paso! ¡Mira qué bonito es el parque! ¡Es genial!
Al final, hizo amigos rápido. Eran un poco mayores, pero divertidos.
—¡Mirad, es Salvaje! ¡Rápido, coged piedras! ¡Venga, vamos!
Víctor agarró una piedra como los demás y corrió tras ellos. En la esquina del patio, cerca de los contenedores, tropezaba un perro cojeando. Viejo y débil, al ver a los niños, bajó la cabeza y huyó. Los chicos siguieron persiguiéndolo hasta que el animal se escondió entre los arbustos de lilas junto al portal de Víctor.
—¿Qué os ha hecho? —gritó él—. ¡No os ha hecho nada! ¡No le tiréis más!
—¿Estás loco? ¡Es un perro callejero! ¡Podría tener rabia! ¡Todos son peligrosos!
—¡Pero ni siquiera se os acercó! ¡Solo busca comida! ¡Dejadlo en paz!
—¡Qué raro eres!
Los otros se fueron, y Víctor se quedó temblando, con lágrimas en las mejillas. Al acercarse al portal, vio unos ojos tristes entre las lilas. “¿Y si es peligroso?” Pensó, acelerando el paso al cerrar la puerta.
No podía calmarse. Esperó a que su madre se metiera en la ducha, llenó los bolsillos de pan, cogió dos salchichas y salió en silencio.
—Salvaje, Salvaje… —susurró.
Los arbustos se movieron. Apareció un hocico hambriento. Tiró las salchichas, luego el pan. El perro comió rápido, mirando a todos lados. Así comenzó su amistad.
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—Victorito, ¿sabes qué? Tengo entradas para el fútbol. ¿Vamos? —Damián sonreía.
—No tengo tiempo —respondió él, frunciendo el ceño.
Ocurría lo mismo cada vez. Ya fuera una maqueta de trenes, el parque de atracciones o las hamburguesas que enfadaban a su madre. Víctor siempre ponía mala cara. “No es mi padre”, pensaba. “No quiero ser su amigo”.
—Víctor —dijo su madre una tarde—, ¿recuerdas que siempre quisiste tener abuelos?
—Sí… —respondió, desconfiado.
—¡Pues vamos a visitarlos! Damián y yo hemos pedido vacaciones. ¡Nos vamos la próxima semana al pueblo! ¿Te hace ilusión?
—No. Y no voy. Estoy ocupado.
—¿Ocupado? ¿En qué?
—¡En nada! ¡Y ellos no son mis abuelos, son los de él! ¡Ve tú con él! ¡Yo me quedo! —gritó. No podía abandonar a Salvaje. El perro acababa de mejorar, sus heridas estaban cicatrizando… Dos semanas eran demasiado.
—¡Víctor! ¡No me hables así! —reprendió su madre.
—¿Qué pasa aquí? —intervino Damián, llegando del trabajo.
El niño escapó a su habitación y cerró la puerta de un golpe. Oía discutir a su madre y a Damián. Creía haber oído el nombre de su perro. Se tapó los oídos. “Todo por su culpa”, pensó. “Nunca mamá me hablaba así antes”.
—¿Qué tal, campeón? —Damián le dio una palmada—. Cuéntame, ¿tan importantes son esos asuntos tuyos?
—No —murmuró Víctor, apartándose.
—Venga, no te enfades. Te traigo una idea… ¿Por qué no me presentas a tu amigo Salvaje?
—¿Cómo sabes? —El corazón de Víctor latió fuerte.
—¿Por qué lo escondes? —Damián arqueó una ceña.
—Los otros se burlarán… Mamá se enfadará…
—Escucha. Tengo una solución. ¿Y si llevamos a Salvaje al pueblo? Allí tiene espacio, un jardín, hasta una caseta. Mis padres lo cuidarán bien. Y nosotros iremos todos los fines de semana. ¿Qué te parece?
—¿Tendrá su propio hogar? ¿De verdad?
—¡Claro! ¿O es que no confías en mí? Hasta podemos ir de pesca…
—¿Y Salvaje vendrá?
—¡Por supuesto! ¡Somos una familia!
—¡Gracias, papá! —Víctor se abrazó a él, llorando. Las lágrimas limpiaban su corazón, llevándose toda la tristeza.