Buscaba mis defectos fingiendo preocupación, hasta que pedí el divorcio

Al principio creí que el problema era yo. Que había nacido torpe, poco femenina, inepta. Y él… él solo lo notaba, se preocupaba, quería que mejorara. Pero después de dos años, de repente, caí en la cuenta: el problema no estaba en mí. Era él, mi propio marido, quien como con una lupa buscaba algo que criticarme cada día. Y lo hacía supuestamente «por mi bien».

Decía que sus comentarios eran por mi felicidad. Que si no era él, alguien más señalaría mis defectos, pero me dolería mucho más. Como si, por ser mi pareja, sus palabras debieran tomarse como ayuda. Una postura muy cómoda, ¿no?

Su primera «recomendación» fue mi forma de caminar—según él, era torpe y mi postura dejaba que desear. Lo dijo como un chiste, con una sonrisa. Pero yo, tan sensible, lo tomé como una condena. Empecé a buscar cómo mejorarme: apuntarme a natación, luego a bailes de salón. Todo para ser más elegante. Para mí era importante.

Pasaron meses, empecé a notar cambios, incluso mis compañeros de trabajo decían que lucía más radiante. ¿Y él? Solo asintió indiferente. «Bien hecho. Sigue así». Ni un reconocimiento, ni una pizca de cariño, como si fuera lo mínimo esperable.

Luego encontró otro «problema»: mi voz. «Demasiado aguda», «molesta», «pareces una maestra de primaria». Otra vez, como una broma. Pero a mí me dolía. Empecé a evitar llamadas, a hablar más bajo en el trabajo. Me apunté a clases de canto para «arreglar» mi voz. La profesora solo puso los ojos en blanco: «Cariño, tu voz es normal. ¿Quién te ha dicho esa tontería?». Pero yo ya estaba convencida de que algo andaba mal en mí. Cada palabra suya la tomaba al pie de la letra.

Y luego vino lo de siempre: mis mejillas «demasiado redondas», mi maquillaje «cutre», aunque apenas me maquillaba. Se quejaba de todo: cómo cocinaba, cómo doblaba la ropa, cómo reía… Todo en la mujer que decía «amar» le provocaba críticas. Cuando le pregunté directamente si quería marcharse, se ofendió: «¿Cómo te atreves? ¡Solo quiero lo mejor para ti!».

Pero ni mis peores enemigos me dijeron tantas crueldades como el hombre que decía ser mi marido. Y cuando una vez le respondí que él mismo había engordado y podía mirarse un poco, se quedó mudo, petrificado, hasta que musitó: «No me esperaba esto de ti».

Ahí lo entendí: solo quería una víctima, sumisa y agradecida por ser «amada» a pesar de sus «defectos». Pero yo no soy una víctima. Ya no quiero arreglarme, disculparme, encajar en su molde. Quiero vivir. Respirar.

Presenté el divorcio. Él sigue rumiando su orgullo, sin decir palabra. Pero ya no importa. Lo importante es que vuelvo a sentir que puedo ser yo. Y con eso me basta.

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Buscaba mis defectos fingiendo preocupación, hasta que pedí el divorcio