El viejo se iba… La abuela lo sabía, lo sentía en cada partícula de su alma aferrada a él.
Lo aceptó con calma, o al menos así parecía. Por dentro, el miedo la corroía, aunque sabía que no sobreviviría mucho tiempo sin su Antonio.
¿Cómo? ¿Cómo vivir sin su Antoñito, tan querido, tan suyo y, a la vez, tan lejano? A veces solo desea nieve, ¿y ustedes? ¿Quién dijo que los sentimientos se enfrían con el tiempo? ¿Eso está escrito en sus libros de sabios? ¡No lo crean! Nada se enfría. El alma sigue palpitando por la voz del ser amado, como un pájaro asustado. No es broma, ¡sesenta años juntos!
Se habían fundido el uno en el otro, entrelazados de tal manera que ni un minuto podían estar separados. ¿Cómo iba a dejarlo ir solo? ¿Cómo iba a quedarse aquí sin él? ¿Y para qué? Sin Antonio, no había vida.
Así pensaba la anciana mientras ordenaba el baúl, separando las cosas en tres montones: una para los hijos, como recuerdo; otra para los vecinos; y la más pequeña, para ella, mientras aguantara, para recordar a su Antonio.
—¡Mariíí, Mariíí! —escuchó la débil voz del viejo desde la habitación.
—¡Voy, voy, Antoñito! —La abuela se levantó de un salto, arreglándose la falda antes de asomarse tras la cortina—. ¿Despierto, amor? ¿Quieres unas tortitas, cariño?
—Mariíí… —llamó él, con la mirada perdida en el techo.
—Estoy aquí, mi vida. —Tomó su mano, que antes era fuerte como una pala y ahora estaba seca como una pata de pájaro—. ¿Qué necesitas?
—Perdóname, Mari…
—¿De qué, Antoñito?
—Nunca te quise… —susurró él con voz ronca—. Tonto fui… Si pudiera volver atrás…
—¡Vamos, Antonio! Claro que me quisiste, a tu manera, pero me quisiste. ¿Acaso pasamos sesenta años juntos por casualidad?
—Mari… los niños…
—Ya vienen, amor. Le dije a Nina, la cartera, que les enviara un telegrama. Miguel, Toño, Sergio y Lourdes llegarán esta tarde. Descansa un poco, y luego te traeré un caldito…
—No… quédate aquí. Perdóname, Mari.
—No tengo rencor, Antonio. Perdóname tú a mí. Quizás no debí aferrarme a ti como una garrapata…
—No, Mari —negó él con la cabeza—. Fue el destino…
Una lágrima turbia rodó por su mejilla arrugada.
Al anochecer, llegaron los hijos, ya casi viejos ellos mismos. La abuela los observó.
Miguel, el mayor, cano como la nieve. Siempre serio, desde niño. Ella le tenía cierto respeto —era profesor, un hombre ilustrado, vivía en Madrid.
—Miguel, hijo, ¡todo blanco!
—Así es, madre. Los años no perdonan. ¿O habías olvidado que ya eres bisabuela?
—¡Claro que no! —sonrió ella—. Mira, ahí están las fotos bajo el cristal… todas las guardo.
Señaló el viejo armario. A la izquierda, la generación de antes: ellos jóvenes, sus padres, su tío Evaristo, su hermano Paco —el que no volvió de la guerra—. Y al lado, la familia de Antonio, incluido su hermano Manolo, ¡qué alegre era! Cuando tocaba la jota, ¡hasta las piedras bailaban!
—Así que, Miguel, no me descartes tan pronto.
—Nunca lo haría, madre. Mientras ustedes vivan, seguimos siendo niños.
—Toño —dijo el segundo hijo—, ¿y si vamos a pescar?
—¡Claro! —contestó, volviéndose hacia ella—. ¿Mamá, podemos?
—¡Por supuesto! —asintió la abuela.
—¡Venga, padre, basta de tumbarse! —intervino Sergio, el menor, aún ágil, bronceado, sin barriga. Trabajaba en un gran barco, viajaba por el mundo y siempre traía regalos. Aunque los viejos casi no los usaban —todo lo guardaban “por si acaso”.
Solo el televisor, japonés, era la envidia del pueblo. Todas las noches, después del Telediario, los vecinos llegaban para ver películas. Luego, discutían sobre ellas hasta tarde.
El viejo sonrió débilmente. Sergio siempre había sido su favorito —igual que él en su juventud, alegre y vivaracho.
—Sergio, hijo… Miguel, Toño… ¿Y Lourdes?
—Aquí estoy, padre. —Se abrió paso entre sus hermanos. Pequeña y delgada, igual que su madre de joven.
—Hija mía… Perdonadme, hijos…
—¡Qué tonterías dices, padre!
—Gracias a ti y a madre, somos lo que somos. ¡Vamos, levántate! Toño dice que hay que arreglar el tejado de la casita. Lourdes ayudará a mamá con los buñuelos, y luego, después del baño, brindaremos.
El viejo sonrió, cálido. Había vivido una larga vida, pero siempre se reprochó haber vivido con una mujer a la que no amaba. Nunca se atrevió a acercarse a la que realmente deseaba, a Carmen. Se pasó meses fumando cigarros bajo el olivo frente a su casa, esperando… ¿Qué esperaba? Quizás que ella adivinara y saliera a buscarlo.
Se cruzaban miradas en las verbenas, se sentaban cerca, y el corazón le latía con fuerza. Pero nunca tuvo valor para invitarla a bailar o acompañarla a casa.
Hasta que otro lo hizo.
Asistió a la boda de Carmen, con el alma rota. La novia, pálida, no apartó los ojos de él.
“Debí robarla —pensó después—. En vez de eso, me emborraché como un cosaco, me peleé con mi mejor amigo, Juan el Tuerto. Luego ni recordamos por qué.”
Se reconcilió con Juan, pero perdió a Carmen.
Se casó con María porque ella lo adoraba. Sabía que no la amaba. Vivió años con un bloque de hielo en el pecho. Solo cuando los hijos se fueron, entendió que no podía vivir sin su Mari.
Le daba vergüenza pensar en cómo la había tratado. Cuando salían, él iba delante, ella atrás. Nunca llegaron juntos, como los demás. Nunca se sentaban lado a lado en las fiestas.
Pero ella lo amó. Y ojalá él, tonto, le hubiera dicho treinta años antes que, con el tiempo, también la había querido. No con la pasión de la juventud, pero con calma y dignidad.
El orgullo, la timidez… ¿Qué le impidió acercarse a Carmen? ¿Qué le impidió decirle a su mujer—Mari… —susurró una última vez con voz desvanecida, mientras sus dedos se entrelazaban con los de ella, y así, en silencio, como el atardecer en un campo de Castilla, se fue.