Me llamo Francisco. Tengo 72 años. Vivo solo en una casita antigua en las afueras de un pueblo pequeño, donde antes todo bullía de vida. Aquí, en este patio, mi hijo corría descalzo por la hierba, me llamaba para hacer cabañas con sábanas viejas, juntos asábamos patatas en la lumbre y soñábamos con el futuro. Entonces creía que esa felicidad duraría para siempre. Que era necesario, que importaba. Pero la vida sigue su curso, y ahora en casa solo hay silencio. Polvo en la tetera, algún ruido en un rincón, y de vez en cuando los ladridos del perro del vecino.
Mi hijo se llama Javier. Su madre, mi difunta esposa Carmen, falleció hace casi diez años. Después de eso, él se convirtió en mi única persona cercana. Mi único vínculo con un pasado donde aún había lugar para el cariño y el sentido.
Lo criamos con amor y dedicación, pero sin descuidar la disciplina. Yo trabajaba mucho, mis manos no conocían el descanso. Carmen era el alma de nuestra casa, y yo, las manos. No siempre estaba ahí, pero cuando hacía falta, aparecía. Subalterno en el trabajo, pero padre en casa. Le enseñé a montar en bici, arreglé su primer Seat 600, con el que luego se marchó a estudiar a la capital. Estaba orgulloso de él. Siempre.
Cuando Javier se casó, no oculté mi alegría. Su elegida, Lucía, me pareció una chica callada y discreta. Se mudaron al otro extremo de la ciudad. Pensé: bueno, que vivan su vida, que construyan. Yo estaré ahí para ayudar, para apoyar. Creí que vendrían a verme, que podría cuidar de mis nietos, leerles cuentos antes de dormir. Pero no fue así.
Primero fueron llamadas breves. Luego, solo felicitaciones en fechas señaladas. Fui un par de veces por mi cuenta, con un pastel, con dulces. Una vez me abrieron la puerta, pero me dijeron que Lucía tenía migraña. Otra, que el niño dormía. La tercera, ni siquiera me abrieron. Y dejé de ir.
No armé escándalo. No me quejé. Me quedé esperando. Pensé: tienen su vida, el trabajo, los niños… ya se arreglará. Pero pasó el tiempo, y quedó claro: no había lugar para mí en su vida. Ni siquiera vinieron el aniversario de la muerte de Carmen. Solo una llamada. Y ya.
Hace poco, me crucé con Javier por casualidad en la calle. Iba de la mano de su hijo, cargado con bolsas. Le llamé, y el corazón me dio un vuelco. Pero él se giró y me miró como a un desconocido. *”Papá, ¿todo bien?”*, me preguntó. Asentí. Él también asintió. Dijo que tenía prisa. Y se fue. Eso fue todo.
Caminé de vuelta a casa despacio, pensativo. ¿En qué fallé? ¿Por qué mi propio hijo se ha convertido en un extraño? ¿Fui demasiado severo? ¿O quizá demasiado blando? O tal vez, simplemente, me he vuelto un estorbo: con mis recuerdos, mi vejez, mi silencio…
Ahora me basto a mí mismo. Soy mi propia familia y mi propio apoyo. Preparo té, releo las cartas de Carmen, a veces me siento en el banco de la plaza y miro jugar a niños ajenos. La vecina Pilar siempre me saluda con la mano. Yo devuelvo el gesto. Así es mi vida ahora.
A Javier lo quiero. Igual que antes. Pero ya no espero nada. Supongo que es el destino de los padres: soltar. Lo que nadie te explica es que un día, de repente, sobras en la vida de aquel por quien hiciste todo.
Y quizás, esa sea la verdadera madurez. Pero no la de un hijo. Sino la de un padre.