Oye, te cuento una historia que me ha llegado al alma. Tengo 68 años. Una edad en la que, en teoría, ya debería tener paz interior, ¿no? Pero dentro de mí hay un grito ahogado, cansado. Ya no aguanto ser solo un apéndice de la vida de los demás. Estoy harta de ser útil solo cuando me necesitan. Por primera vez, no solo quiero, sino que exijo vivir para mí.
Toda mi vida la he vivido por otros: por mis padres, luego por mi marido, después por mi hija y sus niños. Como si no tuviera derecho a deseos propios. Todo era “cuando la niña crezca…”, “cuando me jubile…”. Pues ya estoy jubilada. Y ese “cuando” llegó… pero solo para mí. Para los demás, sigo siendo un recurso.
Dejé el trabajo para siempre. Antes era contable en un ambulatorio local, y te lo digo claro: lo odiaba. No por incompetente, sino porque soñaba con otra cosa. Quería pintar, viajar aunque fuera por España, vivir en una casita cerca del bosque, donde se oyeran pájaros por la mañana en lugar de autobuses.
Pero en vez de eso, oficina, informes, estrés. Y mi hija, con sus eternas peticiones: “Mamá, préstame…”, “Mamá, cuida a los niños…”, “Mamá, ayúdame…”. Y ayudaba. Le daba la mitad de mi pensión porque “pasaban apuros”. Recogía a los nietos cuando no podían. Cocinaba, limpiaba, corría de un lado a otro si alguien se resfriaba. Todo con amor, porque son mi familia. Porque pensé que así tenía que ser.
Hasta que un día desperté y dije: basta. No puedo más. Seis décadas vividas y apenas recuerdo felicidad propia.
Le dije a mi hija que ya no trabajaría, que era mi momento. Su cara… Dios, esos ojos. No hubo drama, pero en su mirada había resentimiento. Como si la hubiera traicionado.
—¿Entonces ya no habrá dinero? —preguntó, sin rodeos.
Asentí en silencio.
—¡Pero qué hago! ¡Contábamos contigo!
—Tienes marido —respondí—. Yo os crié, os ayudé. Ahora es mi turno. No soy eterna. Aprende a valerte sola.
Desde entonces, se volvió fría. Llama menos. Hasta que un día soltó: “Mamá, como estás en casa, ¿por qué no cuidas a los niños?”. Y lo hice. Un día. Dos. Al tercero, los reproches: que si no comieron bien, que si no limpié a tiempo. Otra vez, la culpa era mía.
Y dije: no más. No soy niñera, ni mucama, ni un servicio gratuito. Soy una mujer. Mayor, pero viva. Y, aunque suene raro, también tengo sueños. Cansancio. Y el derecho a vivir en paz.
Ahora voy al parque, tomo té en el balcón, leo los libros que dejé pendientes. Salgo con amigas que también se hartaron de ser “madres para todos”. Reímos. Vivimos.
Mi hija… que se enfade. Que aprenda a ser adulta. No debo sacrificarme hasta el final. Me duelen las articulaciones, pero el corazón… el corazón vuelve a latir. Porque por fin es solo mío.
Esto no es egoísmo. Es justicia. Nadie está obligado a ser donante eterno de amor y tiempo. Ni siquiera una madre. Ni siquiera una abuela.
Si te sientes identificada… no temas. Vive para ti. Aunque sea al final. Te lo mereces.