**La Prueba de la Codicia**
—Así que decidiste ponerle una prueba a Valeria, ¿eh? —preguntó el amigo de Adrián con una sonrisa burlona—. ¡Bien hecho! Así evitas otra cazafortunas, esas que solo los quieren por los ceros en su cuenta bancaria.
—No me lo recuerdes —gruñó Adrián, torciendo el gesto. Su última novia había sido así: le sacó un dineral. Menos mal que abrió los ojos a tiempo y se libró de ese lastre—. Vale parece una chica sencilla, nada pretenciosa. ¡Pero mejor prevenir que lamentar! Si pasa la prueba, tendrá la boda más lujosa y una vida de ensueño, llena de tiendas, spas y viajes.
Adrián lo había planeado todo al detalle. Alquiló un piso minúsculo —una auténtica pocilga, según él— y un coche de segunda mano, aunque le daba asco solo mirarlo. Compró ropa barata, la que lleva medio país. Quería parecer un chico normal, sin levantar sospechas. Aunque cometió algunos errores, Valeria o no se dio cuenta o fingió ignorarlos.
—Vale cree que soy un simple administrativo, ahorrando para la entrada de una hipoteca —al decir esto, ambos amigos soltaron una carcajada. Adrián podía comprarse un ático en el centro de Madrid hoy mismo. ¡Qué bueno es ser hijo de padres adinerados!—. Y sí, está segura de que soy huérfano.
—¡Vaya imaginación tienes! ¿Cómo no te han pillado aún? No tienes ni idea de cómo vive la gente normal. Desde pequeño, chófer privado, colegios de élite, criados por todas partes…
—Contraté a un chico de seguridad como asesor. Por un dinerito me explicó todo —Adrián echó un vistazo al reloj y se levantó—. Vale, me cambio y voy a recoger a Valeria. Le prometí pasar hoy por la universidad. Quizás paremos en algún bar por el camino.
—Cuidado, no te intoxiques —bromeó su amigo—. No estás acostumbrado a esa comida.
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Adrián esperaba impaciente a Valeria, sosteniendo el ramo más barato del quiosco. Para él, ese precio era insignificante: gastaba más en un café. Pero debía mantener su papel de tío ahorrador, así que aguantó la mirada despectiva de la vendedora sin decir nada.
Ahí venía Valeria. Pero hoy iba pálida como el mármol, ajena a todo. ¡Casi lloraba!
—¿Qué pasa? —preguntó él, alarmado. ¿Alguien la había molestado?—. Val, ¿qué te ocurre?
La abrazó mientras ella sollozaba, desconcertado. Entonces recordó: Valeria había hablado de la enfermedad de su padre. Quizás era más grave de lo que los médicos dijeron al principio.
—¿Es por tu padre? —Ella asintió, sin poder hablar—. Vamos a ese café. Allí podremos hablar.
Tenía razón. Su padre necesitaba una operación. No era complicada, pero su edad empeoraba las cosas. Y el médico dejó claro que las probabilidades de éxito aumentarían con “una contribución voluntaria”.
—¡Diez mil euros! ¡Diez mil! —Valeria, abrumada, no vio la sonrisita de Adrián. Él gastaba eso en una cena sin pestañear—. ¿De dónde vamos a sacar eso? Todo va para las medicinas.
—Me encantaría ayudarte, pero no puedo tocar mis ahorros ahora —fingió pesar—. ¿Segura que hay que pagar?
—¡Claro! —secó sus lágrimas—. ¡La salud de mi padre no tiene precio!
—Piénsalo —dijo él, insinuante—. Si pagáis ahora, luego ni una enfermera os atenderá sin cobrar. Denunciadlo al ministerio. ¡No dejéis que jueguen con vuestro dolor!
—No tenemos pruebas, y mi padre podría morir.
Valeria entendió que no recibiría ayuda. Tampoco esperaba nada. Sabía que Adrián mentía: había visto billetes grandes en su cartera.
Solo quedaba una opción. No abandonaría a su padre, aunque tuviera que dejar la carrera. ¡Y eso que estaba en cuarto curso, sin un solo suspenso!
La familia es primero.
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Tres semanas después.
Valeria estaba radiante. Su padre mejoraba y ella había encontrado un buen trabajo. Terminaría la carrera más tarde, pero lo haría. No renunciaría a su futuro.
Adrián le escribió: le esperaba una sorpresa. ¿Qué sería?
Pero su alegría se desvaneció al instante…
—Pasaste la prueba —Adrián llevaba ropa de marca, un reloj carísimo y un coche que hacía babear a medio centenar de hombres—. Ahora sé que no estás conmigo por dinero. ¡Cásate conmigo!
No se arrodilló, pero la cajita de terciopelo rojo estaba ahí. Valeria, conteniendo la furia, miró los destellos del diamante bajo el sol.
—Este anillo cuesta cincuenta mil euros —presumió él—. Te mereces esto y más. Tendrás la boda más lujosa, no te faltará de nada…
Un sonoro bofetaValeria dejó el anillo caer al suelo con desprecio y se alejó para siempre, demostrando que el verdadero valor no se mide en euros, sino en la dignidad de saber que algunas cosas no tienen precio.