Cansancio. No puedo más. Mi suegra está destruyendo mi familia.
Me cuesta escribir esto, pero ya no aguanto. Tal vez alguien se ría o me mire con desdén, pero estoy al límite. Al borde del abismo: quiero coger a mi hija e irme. Sí, aún quiero a mi marido; es un padre maravilloso, cariñoso, atento… Pero junto a él está su madre. Una mujer que, lenta pero implacable, destroza todo lo que hemos construido durante años.
Cinco años de matrimonio. Parece tiempo suficiente para aprender a convivir, para aceptar ciertas cosas. Pero no. Su madre es como un vendaval que arrasa con todo, dejando solo ruinas. Ordena, exige, se entromete. Y lo peor: mi marido calla. Se lo permite.
Ella siempre ha tenido dos “maridos”: el suyo y el mío. Está acostumbrada a que los hombres a su alrededor sean sus soldados, obedientes, sin rechistar. Y le da igual que su hijo tenga su propia familia, su propia hija. Lo único que importa es su guión.
Cuando di a luz a nuestra niña, la situación fue crítica. Las dos estuvimos al borde de la muerte. A mi hija se la llevaron a urgencias; ni siquiera pude sostenerla. Y entonces entró mi suegra en la habitación. En lugar de consuelo, miradas heladas, reproches, desprecio disimulado. Luego, una sonrisa falsa, como todo en ella. A la semana, ya susurraba a mis padres que todo había sido culpa mía, que me negué a la cesárea, que la médico lo había dicho. Lo soporté en silencio.
Aguanté. Por la familia. Por mi marido. Pero hace un año, cuando decidimos visitar a unos amigos sin seguir su plan, estalló. Gritos, insultos, humillaciones—esta vez a la cara. Antes prefería actuar a mis espaldas. Fue espantoso. Casi pierdo el control. Desde entonces, no hablamos.
Pero su influencia sigue ahí. Manipula a mi marido, derrama lágrimas de cocodrilo, se hace la víctima. Y él… le cree. “Es mi madre”, repite, como un mantra.
Hace poco, ofreció “ayudarnos” a comprar una casa. Vivimos en un lugar precario, sin comodidades, con una niña pequeña. Era nuestro sueño. Encontramos una opción y solo faltaba su parte del dinero. ¿Y qué creen? Se negó, porque estaba “demasiado lejos de ella”. Así, de un plumazo, destrozó todo.
Mientras, en su casa: reforma de lujo, verja nueva, electrodomésticos, muebles… Pero en cinco años, nunca vino a ver cómo vivía su hijo. Como si él no necesitara nada. A veces nos trae comida, como si fuéramos mendigos. No pido millones, solo respeto. Comprensión. Un poco de humanidad.
Después del parto, caí en una depresión profunda. Ahora vuelve. Siento cómo me hundo otra vez. Como si no valiera nada. Como si mi dolor no importara. Como si tuviera que sufrir para que otra se sienta poderosa e imprescindible.
¿Qué hago? ¿Cómo protejo a mi familia? ¿Cómo sigo en pie? Ya no resisto su presión, sus mentiras, su egoísmo. No tengo fuerzas para fingir. Estoy cansada. Hasta las lágrimas, cansada.