Apareció sin aviso, así recibió Anna Ivánovna a su trabajador.

**Diario Personal**

Hoy llegué a casa y, como siempre, me recibió doña Carmen con su habitual sarcasmo: “¡Ahí viene el artista!” Es la abuela de mi esposa, Lucía. Una mujer de otra época, curtida en los años del franquismo, con un carácter difícil y una manera de ser que no disimula su desprecio hacia mí. No le gusta nada de mí: ni mi forma de vestir—vaqueros y camisetas—y, sobre todo, mi oficio. Soy peluquero, aunque ella insiste en llamarme “el barbero de pueblo”.

“Un hombre de verdad debería tener un trabajo de hombre”, me soltó una vez. “Como tu abuelo, que pasó media vida en la fábrica, arreglando máquinas. Gracias a eso, luego ascendió en el sindicato. Pero tú… ¿Recortar pelo todo el día? Menuda ridiculez. Un oficio de mujeres, y punto. Y tú, remilgado como ellas…”.

Apoyando la barbilla en su bastón, gritó: “¡Lucía, ha llegado tu príncipe!”. Mi esposa salió corriendo de la cocina, quitándose el delantal, y me dio un beso tímido. “¡Puaj, qué asco de melosidades!”, escupió doña Carmen. “Tengo hambre, ¿cuándo cenamos?”. Lucía levantó las manos: “Ahora mismo, cariño, solo falta que Ezequiel se lave las manos”.

La abuela frunció el ceño: “Hace cinco minutos me dijiste que faltaba media hora”. Lucía balbuceó: “Bueno, es que… salió antes de lo esperado”. Doña Carmen alzó la voz: “¡Pues mira tú, que me he quedado con el estómago vacío solo por esperar a este!”. Lucía se encogió de hombros y se escurrió a la cocina. Doña Carmen la siguió, vociferando: “¡Espera, listilla!”. Un minuto después, se oyeron carcajadas.

Mientras me lavaba las manos con resignación, imaginaba la velada que nos esperaba: una cena tensa, seguida de alguna película antigua del NO-DO, porque la abuela detesta el cine moderno. “Todo es indecente y sin moral”, dice. Y Lucía y yo nos resignamos a ver por enésima vez las mismas historias bélicas, con sus acotaciones moralizantes. A las nueve en punto, las luces se apagan y todos a la cama.

Muchas veces le he pedido a Lucía que nos mudemos, pero me suplica con voz suplicante: “Por favor, aguanta. No puedo abandonarla. Aunque parece dura, ya no tiene fuerzas. Además, ella nunca me abandonó a mí”. Cuando Lucía nació, su madre la dejó en el hospital. Doña Carmen la recogió sin dudar. Yo, que vengo de un pueblo andaluz, entiendo el valor de la familia. Cuando llegué a Madrid, sin un duro, fueron mis tíos quienes me dieron techo y comida. Ahora que estoy establecido, ayudo como puedo: con dinero a mis padres, construyendo una casita en el campo…

“¡Oye, que te vas a quedar sin agua!”, gritó doña Carmen. “¡Que las urracas te roben!”. Salí del baño y me dirigí a la cocina. La mesa estaba servida. Lucía es una cocinera extraordinaria; aunque trabaja, siempre hay variedad en la mesa.

La abuela torció el gesto: “Tú no sales a mí. Yo solo hacía sopa de sobre y compraba las croquetas en la tienda. Y ni mi marido ni mi hijo se quejaron. Yo tenía cosas más importantes: el sindicato, las reuniones del barrio…”. Mientras hablaba, devoraba con gusto lo que Lucía había preparado.

Esta noche no fue diferente. “¿Cómo te fue en el trabajo?”, preguntó Lucía. Doña Carmen me cortó antes de responder: “¿A ti qué te importa su trabajo? No es difícil cortar pelos. ¡Chas, chas, y listo! Mejor habría sido barrendero, al menos eso es esfuerzo. Escuchen mejor la historia de Fernando, que con quince años ya trabajaba en la fábrica…”. Suspiré. Otra noche de lecciones sobre cómo ser un hombre de “verdad”.

Y yo… ¿qué culpa tengo? Tenía diez años cuando mi madre, con los pelos enredados como un nido, me pidió que se los cortara. Recuerdo el miedo y la emoción al tomar las tijeras. Le corté el pelo torpemente, y luego, con voz temblorosa, pregunté: “¿Puedo arreglarte un poco más?”. Ella asintió. “Total, tu padre ya se enfadará igual”. Cuando terminé, no sabía qué esperar. Pero al mirarse al espejo, sonrió. “¡Pero si me he quitado diez años! ¡Bien hecho, hijo!”. Y me besó en la frente.

Ese día, las mujeres del pueblo hicieron cola para que les cortara el pelo. Desde entonces, supe cuál sería mi oficio.

Conocí a Lucía en el Retiro, recogiendo hojas de otoño. Sin saber cómo, me acerqué. Nos enamoramos perdidamente. Con el tiempo, me contó su historia: su padre murió joven y su madre la abandonó al nacer. Doña Carmen la acogió sin dudar. Claro que no le hizo gracia que su nieta eligiera a un peluquero, pero no puso obstáculos. Ya había cometido un error al prohibirle a su hijo casarse, y él acabó muerto en un accidente.

Una noche, doña Carmen se puso mala. La encontré pálida, buscando sus pastillas entre los medicamentos revueltos en el suelo. Le di lo que necesitaba y llamé a urgencias. Durante dos semanas, la casa fue un paraíso. Sin regaños, sin películas aburridas… Pero todo acabó con su regreso.

La primera noche, me sorprendió: “Oye, nieto, ¿qué echan hoy en la tele?”. Me quedé mudo. “No me mires así. Me aburren esas películas mil veces vistas”. Luego, con voz seria, añadió: “Gracias. El médico dijo que sin tu ayuda, no estaría aquí. Podrías haberte librado de esta vieja gruñona, pero me salvaste. Ahora eres parte de esta familia. Si regaño por costumbre, no me hagas caso. No es con mala intención”.

Hace poco, Lucía nos dio una alegría: vamos a ser padres. Doña Carmen celebró conmigo un chupito a escondidas. Al fin y al cabo… ¡qué felicidad!

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MagistrUm
Apareció sin aviso, así recibió Anna Ivánovna a su trabajador.