El día que cerré por última vez la puerta de la oficina donde trabajé durante casi treinta años, sentí una mezcla de emociones. Por un lado, alegría, alivio, libertad. Por otro, un vacío que me asustaba. Era como si toda la estructura de mi vida, a la que estaba tan acostumbrada, se hubiera derrumbado de repente. Despertarme sin despertador, no tener prisa, no revisar correos ni sufrir atasques por la mañana… parecía un sueño. Pero a las dos semanas, el silencio empezó a pesarme. Me sorprendía pensando: «¿Y ahora qué? ¿Quién soy si no soy empleada, ni compañera, ni la jefa de nadie?»
Los primeros días los llené de tareas domésticas: limpiar, cocinar, ordenar, lavar. Pero pronto entendí que no era para eso que había esperado tanto la jubilación. El ajetreo constante no llenaba el vacío, lo hacía más evidente. Me sentía olvidada, como un objeto viejo arrinconado.
Hasta que una mañana, sirviéndome un té, me senté en el sillón y miré por la ventana. Por primera vez en años, sin prisa. Las ramas de los árboles mecidas por el viento, el sol filtrándose entre las nubes, el canto de los pájaros… Y de pronto lo entendí: por fin podía ser. No para alguien. No por un sueldo, un informe o una tarea. Simplemente, ser yo misma.
Tomé un libro olvidado, el que llevaba año y medio en mi mesilla. Leí despacio, saboreando cada página, entre sorbitos de té caliente, como si volviera a encontrarme con aquella mujer que una vez soñó con leer, escribir y aprender. Rebusqué entre novelas viejas, releí a mis autores favoritos, devorando cada línea. No era solo descanso: era volver a casa.
Poco a poco, empecé a dar paseos cortos. Al principio, con dificultad—las piernas dolían, el corazón latía fuerte—, pero seguí adelante. Cada día respiraba mejor, el ánimo mejoraba. Un banco en el parque se convirtió en mi refugio; el camino junto al lago, en un sendero hacia la paz.
Con el tiempo aprendí que la felicidad no son grandes eventos, sino pequeños placeres: una manta caliente por la tarde, el olor de un bizcocho recién hecho, charlar con mi amiga Isabel, tejer mientras escucho mis canciones favoritas. Empecé a hacerlo no por obligación, sino porque me apetecía. Sin culpa. Sin sentir que debía demostrarle a nadie que merecía este descanso.
Mis hijos a veces me miran con reproche: «Mamá, ¿pasas todo el día en casa?». Sí, en casa. Y por primera vez en años, disfrutándolo. Toda mi vida fui «de alguien»: hija, esposa, madre, compañera… Ahora soy simplemente yo. Y creedme, es una sensación maravillosa.
Ahora tengo un cuaderno donde escribo pensamientos, sueños, recetas que quiero probar. A veces anoto recuerdos—quizá mis nietos los lean algún día—. O tal vez los relea yo cuando vuelva la inquietud.
Ya no temo a la vejez. He aprendido a encontrar belleza en cada día. Y si alguien lee estas palabras, que sepa: la jubilación no es un final. Es un capítulo nuevo. Y cómo lo escribas depende solo de ti. Permítete ser feliz. Permítete, simplemente, vivir para ti.