Miraba las croquetas recién sacadas del horno, ligeramente quemadas por los bordes, sin poder creer lo que escuchaba.
—
Tu fecha de caducidad ha pasado. Exijo el divorcio — declaró mi marido, apartando el plato. Lo dijo con la misma naturalidad que si comentara la subida del precio de la gasolina. Me quedé petrificada, la espátula de madera suspendida en el aire. El cactus de la ventana alzaba una espina retorcida hacia el techo, como susurrando: *«Se acabó, no das más»*. Tengo cuarenta y siete años. Javier y yo llevamos veinte juntos. Nuestro hijo, Andrés, estudia en otra ciudad. La hipoteca del piso de dos habitaciones casi está pagada. Y ahora, de repente: *«Fecha de caducidad»*.
Sentí que el mundo se volvía una escena en blanco y negro de aquel viejo programa *«El Tiempo»*. Observaba las croquetas carbonizadas pensando: *«Podría recortar los bordes quemados… ¿o ya es tarde?»*. Curioso cómo la mente se aferra a trivialidades ante una tragedia.
**Rutina que carcome**
Desde primavera, la casa olía a silencio incómodo. Javier llegaba tarde del trabajo; los fines de semana, enterrado en informes que le exigía su nuevo jefe. Yo me refugiaba en la oficina: balances contables, montañas de papeles. Por las noches, acariciaba a Lola, nuestra gata, sobre el sofá. Las conversaciones se reducían a: *«Compra leche»*, *«Ingresa en la cuenta»*, *«¿Quién friega hoy?»*. Un muro de cansancio nos separaba.
Andrés tiene diecinueve años. Vive en una residencia universitaria. A veces llama pidiendo dinero. El verano pasado propuso una barbacoa en la casa de campo, pero siempre llovía o Javier estaba *«demasiado agotado»*. Ahí entendí: éramos compañeros de piso, no matrimonio.
**El detonante**
El divorcio fermentaba desde hacía meses. Hace semanas, al llamar a un fontanero porque se atascó el fregadero, Javier espetó: *«Eso es cosa de hombres, no te metas»*. ¿Por qué? Él nunca arreglaba nada. Quería humillarme.
Luego, el comentario de Doña Carmen, la vecina: *«¿Celebraréis pronto vuestro aniversario?»*. Ambos nos miramos: había pasado un mes. Ni lo recordamos. Ella nos observó con lástima, como advirtiendo el naufragio.
Pero nada me preparó para su frase:
— ¿Divorcio? ¿En serio?
— En serio — evitó mi mirada —. Estoy harto. Esto lleva años pudriéndose.
**Noche en vela**
Dormí en el sofá del salón, donde veo mis series. Lola ronroneaba junto a mis pies. Javier se encerró en el dormitorio. Por la mañana, preparé café automáticamente. Al ver el cactus ladeado en la ventana, pensé: *«Tampoco tú estás bien. Hace años que no floreces»*.
Intenté hablar con él, pero no pude. En la oficina, entre facturas y compañeros jugando al ajedrez en el ordenador, una idea martilleaba: *«¿Soy una lata caducada?»*.
Llamé a Andrés al anochecer:
— Hijo, tu padre quiere divorciarse.
Tras un silencio, respondió:
— Mamá, lo notaba. Estoy contigo. No dejes que te pisoteen.
**La suegra opina**
Al día siguiente, mi suegra llamó:
— ¿Divorcio? ¡Abandonar a la familia a su edad!
— Yo no lo pedí — musité.
— Pues no supiste cuidarle. ¡Casi cumple cincuenta! Debiste proteger su paz, no encerrarte en tu trabajo…
Contuve las lágrimas. Ella vive en un pueblo, entre huertos y sobrinos. Nos juzga desde la distancia.
**La conversación definitiva**
El sábado, Javier apareció