Vivir para Uno Mismo

**Vivir para mí**

—Solo tengo 49 años… —Margarita miraba al médico con desconcierto—. ¿De verdad no hay nada que hacer? —preguntó, tratando de aferrarse a un último hilo de esperanza.

—Con el tratamiento adecuado y ciertos procedimientos, podríamos ganar tiempo… quizá un año o año y medio —respondió el doctor Arsenio Ruiz, golpeando ligeramente su bolígrafo contra la mesa. Tras una larga carrera, estaba acostumbrado al shock, las lágrimas, incluso a los reproches. Cada paciente reaccionaba distinto al escuchar que la muerte llamaba a su puerta.

—Lo pensaré —fue lo único que dijo Margarita antes de salir.

Hasta entonces, su salud nunca le había dado problemas. Ni siquiera resfriados. Pero hacía un par de meses, algo empezó a fallar. Los médicos fueron claros: el tumor era inoperable. «Seis u ocho meses», sentenció Arsenio Ruiz. Margarita no lloró ni culpó a nadie por no haberlo detectado antes. Solo pensó en lo poco que era, medio año. Ni siquiera llegaría a su aniversario.

—Hoy hace un día precioso —una voz la sacó de sus pensamientos. Al salir del hospital, se había sentado en un banco del parque sin notar al anciano que se acomodó a su lado. Apoyado en su bastón, erguido a pesar de los años, miraba al sol entrecerrando los ojos.

—Perdone si la he molestado —se disculpó al ver que Margarita se sobresaltó.

—No es nada —intentó sonreír—. La verdad es que hace muy buen día.

—A mi edad, hasta los días de lluvia son un regalo. Pero estos, con sol… estos los agradezco doblemente. —Hizo una pausa—. Quizá sea un capricho de viejo, pero me gustaría que mi último día fuera así: cálido y luminoso.

—Habla de la muerte con tanta tranquilidad… —musitó Margarita, sorprendida.

—Tengo 94 años —rió el anciano—. Además, la muerte no entiende de edades. ¿Quién sabe cuándo vendrá por ti? Lo importante es estar preparado. Lástima que yo lo entendí demasiado tarde. Si no, no habría dejado tantas cosas para después. Porque el “después” nunca está garantizado. —La miró con curiosidad—. Dígame, ¿qué haría si supiera que mañana es su último día? Aunque… perdone a este viejo por meterme donde no me llaman. Es que no tengo con quién hablar. Mis compañeros de habitación solo saben quejarse. ¿Para qué perder el tiempo así? Detrás del edificio principal está el hospicio. Allí es donde estamos. Y todos sabemos que, una vez entras, solo hay una salida. —Sonrió con ironía—. Entre este banco y el parque, yo preferiría un crucero.

—¿El último viaje? —Margarita no pudo evitar una sonrisa triste—. Entonces, ¿por qué sigue aquí?

—Dinero. Mi familia me dejó aquí. El piso ya es de mi nieto, y hasta cobran mi pensión. Pero no les guardo rencor. Son jóvenes, seguramente piensan que lo necesitan más. —Se detuvo—. Perdone, me he enrollado demasiado.

—No, en absoluto —Margarita frunció el ceño, reflexiva.

De repente, cayó en la cuenta: toda su vida había vivido para los demás. Nunca le gustó su trabajo, pero pagaba bien. Primero fue la hipoteca, luego ayudar a su hija y al yerno. Por eso aguantó. Tampoco amaba a su marido. Hacía diez años que sabía de sus infidelidades, constantes y con distintas mujeres.

Lloró de rabia, pero el miedo a quedarse sola la detuvo. “Si ni siquiera mi marido me quiere, ¿quién lo hará?”, pensaba. Y eso que se consideraba una buena esposa: casa impecable, comidas caseras, cero dramas. A su hija, en cambio, la adoraba. Desde pequeña, le dio todo lo que pudo. La mimó. Incluso se privó de cosas por ella. Pero ahora, su hija solo llamaba para que cuidara al nieto o para llorar porque al yerno no le pagaban una prima, o porque faltaba ropa para el invierno, la primavera, el verano… Lo que fuera.

Y Margarita cedía. Transfería dinero, posponiendo sus propias necesidades. Además, en secreto, ahorraba. Los años noventa le habían enseñado a prepararse para lo peor.

—Pido el divorcio —anunció al llegar a casa, sorprendiendo a su marido—. Y la división de bienes. Puedes quedarte el piso si me pagas mi parte. No lo necesito. Me voy. —Sonrió al mirar alrededor—. Aquí estarás cómodo.

—¿Adónde? —fue lo único que atinó a preguntar él.

—A viajar —respondió con sencillez—. Ahora ni siquiera hace falta estar presente para divorciarse. Tómate unos días para pensarlo. Yo me quedaré en la casa de Laura. —Ya tenía la maleta lista.

—No lo entiendo —murmuró su marido, genuinamente confundido.

—Debería haberlo hecho antes. Así los dos tendremos tiempo de ser felices. —Y con eso, cerró la puerta.

En el trabajo, pidió una excedencia sin sueldo para evitar el preaviso. Retiró sus ahorros y se puso a buscar viajes.

—Mamá, ¿recoges a Pablo hoy? Estamos agotados, queremos ir a cenar —la llamó su hija ese mismo día.

—No —fue su respuesta seca.

—¿Eh? ¿Por qué no? —su hija no estaba acostumbrada a que le dijera que no.

—Tengo cosas que hacer.

—¿No puedes dejarlas para otro día? Es que hemos quedado con amigos…

—Contraten una niñera.

—Pero eso es caro —protestó la hija.

—Si tienen para restaurantes, tendrán para una niñera. —Margarita no cedió.

Tras un bufido, la llamada se cortó. Margarita suspiró, pero supo que había hecho lo correcto.

En la casa de su amiga Laura, todo era paz. El otoño era cálido, el aire olía a flores y manzanas. Margarita se meció en la hamaca, abrazándose las rodillas. Dudó. ¿Era egoísta? Pero recordó al anciano del parque. “Toda la vida viví para otros”, pensó. “Ahora me toca a mí”. Y sonrió.

Su marido llamó, confundido, pero ella mantuvo su postura. Tres días después, cedió: le pagaría su parte en unos meses. Margarita se sintió aliviada.

A la semana, ya estaba en un chiringuito frente al mar. Observaba a las familias, las parejas, inventando historias sobre ellos.

—Buenas tardes. ¿Le importa si me siento? —un hombre se acercó a su mesa.

—Adelante —respondió ella.

—Una noche tan bonita no puede desperdiciarse en la habitación. Parece que todos pensamos igual —dijo él con una sonrisa.

—Margarita —se presentó, sin la timidez de antes.

—Jorge. Soy escritor. Normalmente trabajo de noche, pero hoy las palabras no fluyen. Menos mal, así no me pierdo esto. —Su mirada la hizo sentir que su presencia mejoraba su velada.

—¿Sobre qué escribe?

—Historias de gente común. —Hizo un gesto amplio—. ¿Ve esa pareja? —señaló a unos jóvenes cogidos de la mano—. ¿Sabe qué se están diciendo?

Y Margarita tejió una historia: él, un pintor sin un duro; ella, hija de un magnate que se oponía al romance. Pero el amor les dio alas. Era su primera noche de libertad.

—¿Los conoce? —preguntó Jorge, intrigado.

—No —rió Margarita—. Lo acabo de inventar. ¿Cree que valgo para escritora?

—El clásico amor prohibido nunca pasa de moda —respondió él, jugando al juego—. Pero si él pintara al diablo en persona y enloqueciera después, tendría más gancho. —Señaló a otro grupo—. ¿Y esa mesa?

Margarita, con complicidad, comenzó otra historia.

—Riti, ¿te gusta? —Jorge observaba su reacción frente a la casita rodeada de viñas silvestres—. El jardín está un poco descuidado, pero con cariño…

—Es preciosa —asintió ella, aunque él notó algo en su voz.

—¿Qué pasa? —la rodeó con un brazo.

—Nada, solo cansancio —sonrió, escondiendo la verdad.

Habían pasado dos meses desde aquella noche. Jorge se había enamorado como un adolescente. Margarita también, pero el miedo la acechaba: su enfermedad, el tiempo escapándose… y el secreto que guardaba.

—Podemos quedarnos aquí —propuso él—. Yo puedo escribir en cualquier sitio, y tú serás mi musa.

—Aprenderé a cuidar el jardín y a hacer tus tartas de calabaza favoritas —respondió, besándole la mejilla. “Que sea lo que tenga que ser”, pensó.

Se mudaron. Eran felices. Cafés al amanecer, paseos al atardecer. Para no interrumpir el trabajo de Jorge, Margarita se hizo voluntaria en una ONG. Le encantaba ayudar.

Pasaron los meses. Esperaba el declive, pero se sentía mejor que nunca. Su hija, al principio escéptica, terminó aceptando su decisión. Incluso prometió enviar a Pablo en verano. Su exmarido cumplió con el pago y, de paso, le contó que se volvía a casar. Margarita sintió genuina alegría por él.

Una mañana, el teléfono la despertó.

—Margarita López. Soy Arsenio Ruiz.

—Dígame —respondió, el corazón acelerado.

—Hubo un error terrible en el laboratorio… esos análisis no eran suyos.

—Entonces, ¿qué me pasó? —preguntó, confundida.

—Nada. Estrés, cansancio… Lo siento mucho.

—Yo no —susurró, mirando a Jorge dormir—. Gracias.

Colgó y fue a preparar el desayuno. Por primera vez en mucho tiempo, era feliz.

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