Llegué a casa de mi hija sin avisar… y descubrí lo que nunca quise saber.
A veces pienso que la felicidad consiste en ver a tus hijos sanos, con una vida estable y su propia familia. Siempre me consideré afortunada: tuve un marido amoroso, una hija adulta, nietos cariñosos. No éramos ricos, pero había armonía en nuestro hogar. ¿Qué más podía desear?
Mi hija se casó joven, a los veintiún años; su prometido, Javier, rondaba la treintena. Mi esposo y yo no pusimos objeciones: era un hombre responsable, con trabajo y casa propia. No un estudiante sin rumbo, sino alguien con los pies en la tierra. Él asumió todos los gastos de la boda, pagó el viaje de novios y colmaba a María José —Mari, para la familia— de regalos caros. Los parientes susurraban: «Mari ha tenido suerte, como en un cuento de hadas».
Los primeros años transcurrieron sin sobresaltos. Nació Lucas, luego Sofía, se mudaron a una casa más grande y nos visitaban los fines de semana. Pero con el tiempo, noté que Mari se volvía callada, ausente. Sonreía menos, respondía con monosílabos. Decía que todo iba bien, pero su voz sonaba hueca. Algo ocurría. El corazón de una madre no se equivoca.
Una mañana, decidí actuar. Llamé… silencio. Escribí… mensajes leídos sin respuesta. Tomé un tren a Valencia sin avisar. «Dire que tenía nostalgia», pensé.
Al llegar, Mari se sorprendió. No se alegró: se inquietó. Sus ojos, ya apagados, evitaron los míos mientras corría a la cocina. Abracé a los niños, ayudé a preparar la comida y me quedé a dormir. Esa noche, Javier regresó tarde. Su camisa tenía una larga hebra rubia y olía a perfume ajeno. Besó a Mari en la mejilla; ella solo asintió.
Desperté de madrugada y, al ir por agua, lo oí en el balcón: «Pronto, cariño… No, ella no sospecha nada». Apreté el vaso con fuerza, temblorosa.
Por la mañana, confronté a Mari: «¿Sabes algo?». Bajó la mirada: «Mamá, no te metas. Está todo bien». Enumeré lo visto: el pelo, el perfume, sus palabras. Ella, como un guion aprendido, repetía: «Te inventas cosas. Es un buen padre, nos da todo. El amor… cambia con los años».
Me encerré en el baño para llorar. En ese instante, sentí que perdía no solo a un yerno, sino a mi hija. Vivía por obligación, no por amor. Por miedo a perder comodidades. Y él… aprovechaba su silencio.
Esa tarde, hablé con Javier. «Lo sé todo», dije. Él no negó.
—¿Y qué? —encogió los hombros—. No la abandono. Duermo aquí, pago las facturas. Ella lo sabe y le conviene. Métete en tus asuntos.
—¿Y si se lo cuento?
—Ya lo sabe. Prefiere ignorarlo.
El shock me paralizó. Regresé a Sevilla en un tren borroso, el corazón en pedazos. Por un lado, adultos decidiendo su vida. Por otro, mi hija, a quien protegí del dolor, apagándose junto a un hombre que la desprecia.
Mi marido insiste: «No interfieras, la perderás». Pero ya la pierdo. Todo porque quiso «vivir bien», y ahora paga con su dignidad.
Rezo para que un día se mire al espejo y entienda que merece más. Que el respeto importa más que un bolso de diseño. Que la fidelidad no es un lujo, sino lo mínimo. Quizá entonces recoja sus cosas, tome a Lucas y Sofía de la mano… y se marche.
Yo… seguiré aquí. Aunque ahora se distancie. Esperaré. Porque «madre» no es una palabra: es quien no se rinde. Ni cuando el dolor la desgarra.