¿Es tan difícil llamar a tu suegra “mamá”?
Cuando Laura se casó, tenía una idea clara: no llamaría a su suegra “mamá”. Sí, muchas de sus amigas lo hacían sin problemas, hablaban de cariño y respeto hacia las madres de sus maridos, pero Laura lo tenía claro. «Mi madre es solo una, la que me dio la vida», pensaba, y no iba a traicionar esa convicción.
Su suegra, Isabel Martínez, era una mujer seria, reservada, pero no mala. Al principio incluso ayudó a la joven pareja: con dinero, consejos, apoyándolos. Gracias a ella, pudieron comprar un coche decente y, con el tiempo, ahorrar para la entrada de un piso. Nunca se metió en sus asuntos, ni impuso sus opiniones, pero mantenía una actitud firme y digna.
Aun así, Laura siempre mantuvo la distancia. Ni “mamá”, ni siquiera “Isabel” —solo “usted”, solo “señora Martínez”. Educado, sí, pero frío. Como si entre ellas hubiera un muro invisible.
Un día, cuando Laura fue a casa de su suegra a tomar té y charlar, Isabel de repente le dijo en voz baja:
—Sabes, no hace falta que me trates de “usted”. Puedes llamarme Isabel… o como prefieras.
Laura sonrió forzadamente y negó con la cabeza:
—No, prefiero seguir así. No me sale de otra manera, perdone…
Isabel no insistió. Siguieron como antes, con esa distancia cordial. Hasta que la historia se repitió.
El hijo de Laura, Adrián, se iba a casar. Su prometida, Sofía, una chica dulce y cariñosa, conquistó a la familia al instante. En la boda, cuando recibió el regalo de Laura, se abrazó a ella y susurró:
—Gracias, mamá.
Todos pensaron que lo había dicho por los nervios. Pero al día siguiente, Sofía volvió a llamarla así. Y en ese momento, algo dentro de Laura se estremeció. Algo que había dormido años, de pronto despertó.
Había tanto calor en esa palabra, tanta aceptación sincera… Ni ella misma esperaba que le gustara tanto. Parecía algo pequeño, solo una palabra, pero era sanadora. Reconfortante.
Días después, Laura sintió de pronto ganas de visitar a Isabel. Su marido estaba trabajando, así que cogió un taxi. Inventó una excusa —llevar un juego de sábanas—, pero en realidad era algo más profundo.
Isabel abrió la puerta, la invitó a la cocina, preparó té y sacó un pastel. Se sentaron frente a frente. Y entonces, sin pensarlo, Laura dijo:
—Mamá, ¿a qué viene tanta prisa? Tómate el té con calma, hablamos un rato…
Se calló. Las palabras habían salido solas, sin preparación, solo del corazón. Su suegra —no, su mamá— la miró, y en sus ojos brillaron lágrimas y una alegría que Laura nunca antes había visto.
No volvieron a hablar de eso. No hacía falta. Todo estaba dicho.
Cuando Laura llegó a casa, sintió un alivio enorme. Notaba el pecho ligero, cálido, en paz. Había hecho algo que llevaba años posponiendo.
Y quizás, por primera vez, entendió que a veces una sola palabra puede derribar un muro construido durante años. Una palabra sencilla: “mamá”.