—¡Ahí viene el trabajador! —con esas palabras recibió Ana Isabel a Jorge. Era la abuela de su esposa Laura.
Mujer de la vieja escuela, de firme carácter, no soportaba al marido de su nieta. Todo en él le disgustaba: su forma de vestir con vaqueros y camisetas y, sobre todo, su trabajo. Era peluquero, o como ella lo llamaba, “un barbero de poca monta”.
—Un hombre de verdad debe tener un oficio de verdad. Como tu abuelo, que pasó media vida como tornero en la fábrica. Después lo ascendieron por méritos, no por andar jugando con las tijeras. ¿Y este? Puro teatro. Todo el día cortando pelos, oficio de mujeres. Y él igual, remilgado como ellas —le soltaba a Laura mientras removía el puchero.
Apoyando la barbilla en su bastón, gritó—: ¡Laurita, que ha llegado el tuyo!
Su esposa salió corriendo, quitándose el delantal, y le dio un beso rápido.
—Puaj, ¡qué meloserías! —escupió Ana Isabel—. ¡Tengo hambre! ¿Cuándo es la cena?
Laura alzó las manos—: Ahora mismo, Jorge se lava las manos y nos sentamos.
La abuela frunció el ceño—: Pero si hace cinco minutos me dijiste que faltaba media hora.
—Es que… salió antes —balbuceó Laura.
Ana Isabel gruñó—: Conque esperando a este mangante no he cenado, ¿eh? —Laura se encogió de hombros y se escurrió a la cocina. La abuela la siguió vociferando—: ¡Espera, trasto! —y al minuto se oyó una carcajada.
Jorge, secándose las manos, presagiaba otra noche aburrida. Cena, película antigua (porque la abuela no soportaba el cine moderno, “todo libertinaje y desvergüenza”), y a las nueve en punto, a la cama.
—Ya no aguanto más —le decía a Laura, proponiendo mudarse—. Pero, corazón, no puedo abandonarla —suplicaba ella—. Es dura por fuera, pero está débil. Y además, a mí nunca me falló. Cuando mi madre me dejó en el hospital, ella vino a buscarme.
Jorge, que venía de un pueblo donde la familia lo era todo, cedía. Antes de establecerse en Madrid, fueron sus parientes quienes lo mantuvieron. Ahora él les devolvía el favor: dinero a sus padres, ayuda en la huerta, arreglando la cochiquera…
—¿Te has quedado en remojo o qué? —rugió Ana Isabel—. ¡Que las urracas te van a robar! —Entró en la cocina. La mesa estaba servida. Laura sabía cocinar como los ángeles, a pesar de su trabajo.
La abuela refunfuñaba—: Tú no has salido a mí. Yo con un sobre de sopa y croquetas del mercadillo crié a una familia. ¡Y nadie se quejó! Entre el sindicato y las reuniones del barrio, no tenía tiempo para fogones —decía, mientras devoraba un plato de lentejas estofadas.
—¿Y cómo te fue hoy? —preguntó Laura.
Jorge iba a responder cuando Ana Isabel lo interrumpió—: ¿Qué importa? Su trabajo es coser y cantar. ¡Que pruebe a ser basurero si quiere mérito! Mejor escuchen: mi cuñado Pepe empezó a los catorce en la fundición…
Jorge puso los ojos en blanco. Otra noche de historias repetidas, siempre para hundirlo.
Él no tenía la culpa. A los diez años, su madre se enredó el pelo en unos zarzales. Era un desastre. Furiosa, le ordenó—: Corta esto antes de que llegue tu padre.
Las tijeras temblaban en sus manos. Recortó lo enmarañado y, con timidez, pidió—: ¿Puedo arreglarte un poco más?
Su madre asintió—: Total, ya me veré con el pañuelo.
Lo hizo instintivamente. Al terminar, su madre se miró al espejo y gritó—: ¡Pero si parezco veinte años más joven! —Y le plantó un beso en la frente.
Al día siguiente, media aldea quería corte. Así descubrió su vocación.
A Laura la conoció en El Retiro. Era grácil, vestida de amarillo, recogiendo hojas secas. Él, tímido como era, se acercó. Empezó el amor, intenso y puro.
Ella le confesó que su padre murió joven y su madre la abandonó al nacer. Fue Ana Isabel quien la rescató.
La abuela no celebró su boda, pero no la impidió. Una vez ya había prohibido un matrimonio, y su hijo acabó bajo las ruedas de un coche. Mejor no tentar al destino.
Pero las indirectas a Jorge no cesaban. Hasta aquella noche.
Ana Isabel se desplomó. Jorge la encontró pálida, buscando las pastillas esparcidas por el suelo. Actuó rápido: medicación, ambulancia.
Durante dos semanas reinó la paz. Sin regaños, sin películas viejas. Hasta que volvió.
—¿Qué echan hoy en la tele? —preguntó, esa misma noche.
Jorge se quedó de piedra.
—No te asustes —dijo ella, sonriendo—. El médico dijo que me salvaste. Podrías haberte librado de esta vieja gruñona, pero no lo hiciste. Ahora eres familia. Si me quejo, ignóralo. No es por maldad.
Hace poco, Laura dio una alegría: un bebé en camino. Hasta Ana Isabel brindó con un chupito de orujo a escondidas. Después de todo… ¡qué gozo!