Vivir para Uno Mismo

**Vivir para sí misma**

—Pero si solo tengo 49 años… —Margarita miraba al médico con desconcierto—. ¿De verdad no hay nada que hacer? —preguntó, esperanzada.

—Con el tratamiento adecuado y ciertos procedimientos, podríamos retrasarlo, quizás un año o año y medio —respondió el doctor Antonio Martínez, golpeando suavemente el escritorio con la punta del lápiz que antes usaba para anotar en el historial de Margarita. Tras una larga carrera, ya estaba acostumbrado al shock, las lágrimas, los ataques de histeria e incluso a las acusaciones. Cada paciente reaccionaba de forma distinta al escuchar la palabra “muerte”.

—Lo pensaré —fue lo único que dijo Margarita antes de salir.

Hasta hacía poco, Margarita nunca había tenido problemas graves de salud. Ni siquiera resfriados frecuentes. Pero hacía un par de meses, al notar que algo no iba bien, acudió al hospital. Según los médicos, el tumor era inoperable. “Seis u ocho meses”, le pronosticó Antonio Martínez. Margarita no lloró ni culpó a nadie por no haber detectado la enfermedad a tiempo. Solo pensó en lo poco que era: seis meses. Ni siquiera llegaría a su propio aniversario.

—Hoy hace un día precioso —una voz la sacó de sus pensamientos. Al salir del hospital, se había sentado en un banco del parque y, absorta, no notó que un anciano se acomodaba a su lado. Apoyado en su bastón, con la espalda recta y entrecerrando los ojos al sol, respiraba tranquilo.

—Perdone si la he molestado —se disculpó al ver que Margarita se sobresaltó.

—No es nada —intentó sonreír—. La verdad es que sí, hace muy buen día.

—A mi edad, hasta los días lluviosos son un regalo. Pero estos soleados… esos sí los agradezco doblemente. Quizá sea un capricho de viejo, pero me gustaría que el último día que me quede sea así: cálido y luminoso.

—Habla de la muerte con tanta calma —comentó Margarita, sorprendida.

—Tengo 94 años —rió el hombre—. Además, la muerte puede llegar a cualquiera, en cualquier momento. ¿Quién sabe cuándo tocará a tu puerta? Hay que estar preparado siempre. Lástima que yo lo entendí demasiado tarde. Si no, no habría dejado tantas cosas para después. Porque nunca sabes si ese “después” llegará.

—Por ejemplo, usted… ¿qué haría si supiera que mañana es su último día? —preguntó, y enseguida se corrigió—. Perdone, señora, a mis años me pongo filosófico. Es que no tengo con quién hablar. Mis compañeros de habitación son unos pesados, solo saben quejarse. ¿Para qué perder el tiempo así? Detrás del edificio principal está el hospicio. Allí es donde estamos, los que ya no tenemos vuelta atrás.

“El único final posible”, pensó.

—Si me dieran a elegir, preferiría un trasatlántico para mi último viaje —bromeó el anciano—. ¿Y por qué sigo aquí? Bueno… porque no tengo dinero. Mis familiares me dejaron en este lugar, el piso ya está a nombre de mi nieto, y hasta mi pensión la cobran ellos. Pero no les guardo rencor. Son jóvenes. Seguro piensan que lo necesitan más.

Se detuvo, como si se diera cuenta de que había hablado demasiado.

—No, no se preocupe —Margarita lo escuchaba atenta, con una arruga marcada entre sus cejas.

De pronto, cayó en la cuenta: toda su vida había vivido para los demás, nunca para sí misma. Nunca le gustó su trabajo, pero pagaba bien. Primero fue la hipoteca. Luego, ayudar a su hija y a su yerno. Por eso se quedó. Tampoco amaba a su marido desde hacía años. Descubrió que la engañaba, con distintas mujeres, desde hacía una década.

Lloró por la humillación, pero el miedo a quedarse sola la mantuvo a su lado. “Si ni siquiera mi marido me quiere…”, pensaba. Margarita siempre se consideró una buena esposa: casa limpia, comida hecha, ningún drama. Y a su hija, desde que nació, le dio todo lo que pudo. La malcrió. Incluso se privó de cosas para complacerla. Ahora, su hija solo la llamaba cuando necesitaba que cuidara al niño o para llorar porque no le habían pagado el bonus a su marido, o porque “pronto es invierno/primavera/verano” y no tenían zapatos/abrigo/chaqueta decentes.

Y Margarita, comprensiva, enviaba dinero, posponiendo sus propias necesidades.

—Me voy a divorciar —anunció al llegar a casa, sorprendiendo a su marido—. Y quiero la parte que me corresponde. Puedes quedarte el piso si me pagas mi mitad. Yo me voy.

—¿Adónde? —fue lo único que alcanzó a preguntar él.

—A viajar —respondió sencillamente—. Ahora el divorcio se puede hacer sin estar presente. Tómate un par de días para pensarlo. Mientras, me quedaré en la casa de campo de Lucía.

—No lo entiendo —musitó él, genuinamente confundido.

—Debería haberlo hecho antes. Así los dos tendremos tiempo de ser felices —dijo Margarita, ya en la puerta.

En el trabajo, pidió una excedencia sin sueldo y luego la baja definitiva. Sacó todos sus ahorros y se puso a buscar viajes.

—Mamá, ¿recoges a Javierito hoy? Queremos ir a cenar —llamó su hija ese mismo día.

—No —respondió Margarita, secamente.

—¿Eh? ¿Por qué no? —su hija no estaba acostumbrada a escuchar un “no” de su madre.

—Tengo mis propios planes.

—¿No puedes dejarlos para otro día? Es que vamos con amigos…

—Contraten a una niñera.

—¡Pero eso es caro! —protestó la hija.

—Si tienen para el restaurante, tendrán para la niñera.

Refunfuñando, la hija colgó. Margarita suspiró, pero sabía que había tomado la decisión correcta.

En la casa de campo de su amiga, el ambiente era tranquilo. El otoño seco y cálido. El aire perfumado de flores y manzanas. Margarita se meció en una hamaca, las piernas recogidas como una niña.

Primero pensó que era una egoísta por abandonar a su familia. Luego recordó al anciano del parque. “Toda la vida viví para otros —se dijo—. Ahora me toca a mí”.

Su marido llamó, confundido, pero ella mantuvo su postura. Tres días después, cedió y aceptó pagarle su parte en unos meses.

Margarita estaba satisfecha.

Pocos días después, cenaba en un restaurante frente al mar, observando a las familias y parejas, inventando historias sobre ellos.

—Buenas noches. ¿Le importa si me siento aquí? —un hombre se acercó a su mesa.

—Claro, siéntese —respondió ella.

—Sería un crimen perderse esta tarde —él sonrió—. Parece que todos pensaron igual. No hay mesas libres.

—Y tienen razón. Margarita —se presentó. Antes habría sido tímida, pero ahora decidió que una charla no le haría mal.

—Jaime —respondió él—. Soy escritor. Normalmente trabajo de noche, pero hoy las palabras no fluyen.

—¿De qué escribe?

—Historias sobre personas, para personas —dijo, con un gesto amplio.

—Yo conozco algunas —Margarita señaló a una pareja joven, susurrándose al oído—. ¿Sabe qué se dicen?

E inventó una historia: él, un pintor sin dinero; ella, hija de un magnate que se oponía a su amor. Pero se fugaron juntos.

—¿Los conoce? —Jaime miró a la pareja, intrigado.

—No —rió Margarita—. Lo acabo de inventar. ¿Cree que podría ser escritora?

—El tema es común, pero siempre funciona —Jaime jugó al juego—. ¿Y qué me dice de ese grupo? —señaló a otra mesa.

Margarita, con picardía, comenzó otra historia.

**Dos meses después**

—Rita, ¿qué tal? ¿Te gusta? —Jaime observaba su reacción frente a la pequeña casa cubierta de hiedra—. El jardín necesita trabajo, pero tiene potencial.

—Es encantadora —asintió Margarita, aunque Jaime notó cierta tristeza en su voz.

—¿Qué pasa? —la rodeó con un brazo.

—Nada, solo estoy cansada —sonrió, disimulando.

Llevaban casi dos meses juntos desde aquella noche. Jaime se había enamorado como un adolescente. Margarita también, pero le aterraba su secreto: su enfermedad, el tiempo escapándosele. Y no se lo había contado.

—Podemos quedarnos aquí —Jaime soñaba con despertar cada día junto al mar, escribiendo mientras ella era su musa.

—Aprenderé a cuidar el jardín y a hacer tus tartas de calabaza favoritas —Margarita lo besó en la mejilla, ahuyentando sus miedos.

Se mudaron. Eran felices. Café por las mañanas, paseos al atardecer. Margarita, para no entorpecer su trabajo, se hizo voluntaria en una organización benéfica.

Pasaron los meses. Esperaba el empeoramiento, pero se sentía mejor que nunca. Su hija, al principio molesta, terminó aceptándolo, incluso prometió visitarla. Su exmarido le pagó lo acordado y, de paso, le confesó que se casaba de nuevo. Margarita lo felicitó, sinceramente.

—¿Margarita López? Habla Antonio Martínez —la despertó una llamada matutina.

—Dígame —respondió, nerviosa.

—Hubo un error terrible en el laboratorio. Esos análisis no eran suyos.

—¿Entonces qué me pasó? Yo me sentía mal…

—Nada. Estrés, cansancio. Lo siento mucho.

—Yo no —Margarita miró a Jaime, aún dormido—. Gracias —colgó y fue a cocinar el desayro.

Era feliz.

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