Cómo una frase sobre la fecha de caducidad ayudó a una mujer de 47 años a comenzar una nueva etapa en su vida.

Miré las albóndigas recién sacadas del horno, ligeramente chamuscadas en los bordes, sin poder creer lo que escuchaba.

Tu fecha de caducidad ha pasado. Exijo el divorcio —declaró mi marido apartando el plato, con la misma naturalidad que si comentara la subida del precio de la gasolina. Me quedé petrificada, espátula de madera en mano. El cactus de la ventana alzaba una espina retorcida hacia el techo, como susurrando: «Se acabó, no das más». Tengo cuarenta y siete años. Javier y yo llevábamos veinte juntos. Nuestro hijo, Diego, estudia en otra ciudad desde hace años. La hipoteca del piso de dos habitaciones casi está pagada. Y ahora, de repente: «Fecha de caducidad».

Sentí que el mundo entero se volvía una escena en blanco y negro de aquel viejo *Telediario*. Observé las albóndigas quemadas pensando: «Podría cortar los bordes… ¿o ya es tarde?». Qué curioso cómo la mente se aferra a trivialidades ante el desastre.

**Rutina que carcome**
Desde primavera, la casa olía a silencio incómodo. Javier llegaba tarde del trabajo y los fines de semana se hundía en informes que le exigía su nuevo jefe. Yo me refugiaba en la oficina: balances contables, montañas de papeles. Por las noches, acariciaba a nuestra gata Lola en el sofá. Nuestras conversaciones se limitaban a: «Compra leche», «Ingresa en la cuenta», «¿Quién friega hoy?». El cansancio había levantado un muro entre nosotros.

Diego tiene diecinueve años. Vive en una residencia universitaria y apenas nos visita. A veces llama pidiendo dinero. El verano pasado propuso una barbacoa en la casa de campo, pero nunca cuajó: lluvia, fatiga… Ya entonces intuí que éramos compañeros de piso, no matrimonio.

**El detonante**
El terreno estaba abonado. Hace semanas, al llamar al fontanero de la comunidad porque se atascó el fregadero, Javier espetó: «Eso es cosa de hombres, no te metas». ¿Por qué? Él nunca hacía esas tareas. Quería evidenciar mi inutilidad.

Luego, la vecina Doña Carmen nos preguntó en el rellano: «¿Celebraréis pronto vuestro aniversario?». Cruzamos miradas: lo habíamos olvidado hacía un mes. Ella nos miró con lástima, como advirtiendo el naufragio.

Pero nada me preparó para su fría conclusión:
—¿Divorcio? ¿En serio?
—En serio —evitó mi mirada—. Estoy harto. Esto lleva años pudriéndose.

**Noche en vela**
Pasé la noche en el sofá del salón, donde veía mis series. Lola ronroneaba a mis pies. Javier se encerró en el dormitorio. Por la mañana, preparé café mecánicamente. Al ver el cactus ladeado en su maceta, pensé: «Tampoco tú has tenido suerte. Hace años que no floreces…».

Intenté hablar con él, pero no pude. En la oficina, entre carpetas grises y compañeros jugando al *Apalabrados* en el ordenador, una idea resonaba: «¿Soy una lata caducada?».

Llamé a Diego al anochecer:
—Tu padre se va.
Tras un silencio, respondió:
—Mamá, lo notaba. Cuenta conmigo. No dejes que te humille.

Su voz temblaba. Aunque adulto, sigue siendo nuestro hijo único.

**La suegra**
Al día siguiente, mi suegra llamó:
—¿Divorcio? ¡Mi Javier no puede abandonar así!
—Yo no lo decidí —murmuré.
—Pues no supiste cuidarle. ¡A sus cuarenta y ocho años!

Contuve las lágrimas. Ella vive en un pueblo, entre huertos y nietos ajenos. Para ella, la culpa siempre es de la nuera.

**Negociaciones**
El sábado, Javier apareció en la cocina, sin afeitar. Frente a nosotros, el reloj de cuco heredado de su abuela, mudo desde hace cinco años. Simbólico: el tiempo se detuvo aquí también.
—No cambiaré de idea —dijo, apartando la taza—. Quiero la mitad del piso. Yo buscaré alquiler.

Escuché su tono administrativo. Veinte años reducidos a transacciones. Tragué amargura, pero noté un alivio extraño: mejor sola que vacía.

**Refugio materno**
Fui a casa de mi madre, en un bloque antiguo de ascensor chirriante. Me abrazó al verme llorar. En su cocina, entre cazuelas viejas y el taburete de la abuela, intentó conciliar:
—Con tu padre casi nos separamos, pero…
—Javier… —no hallé palabras.

Por la ventana, vi una buganvilla junto al portal. En invierno,

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