«Cuando ya no quedaba nadie, mi suegra se acordó de nosotros. Pero demasiado tarde…»
Llevo más de diez años con Alejandro. Me casé con él a los veinticinco. No es el hijo único: tiene dos hermanos mayores, ambos con sus vidas resueltas —familias, trabajos, casas en Madrid y Valencia—. Su madre, Valentina Jiménez, es una mujer de carácter fuerte, de esas que no se doblegan ante nadie. Crió sola a tres hijos y jamás pidió favores.
Desde el primer día de matrimonio, noté su rechazo hacia mí. Nunca lo dijo abiertamente, pero lo sentí en cada mirada fría, en cada silencio durante las cenas navideñas, en cada «se me olvidó» deliberado. Intenté ignorarlo. Quizá no cumplí sus expectativas, quizá no quería soltar a su benjamín.
Porque Alejandro era su apoyo. Tras la marcha de sus hermanos, él se quedó: ayudaba en casa, la acompañaba al médico, resolvía sus trámites. Hasta que llegué yo. Y su vida cambió.
Quise ser como una hija para ella. Cocinaba sus platos favoritos, la invitaba a cumpleaños, le compraba regalos. Hasta intenté llamarla «madre», pero las palabras se atascaban. Ella mantenía una distancia glacial, y yo me sentía una intrusa.
Cuando nació nuestro hijo Javier, Valentina vino más a menudo. Pero pronto sus otros nietos —de sus hijos mayores— acapararon su atención. En Navidades, viajaba a visitarlos; a nosotros nos llamaba por obligación. Lo que más dolía: ni una felicitación en mi cumpleaños, salvo si Alejandro se lo recordaba. Ni una llamada. Al principio me dolió; luego acepté. No todas tenemos dos madres.
Pasaron años. Vivíamos sin lujos, pero tranquilos. Nació nuestra hija Sofía. Alejandro trabajaba; yo cuidaba de los niños. Valentina seguía al margen, como un fantasma en fotografías viejas. No insistimos.
Hace un año murió su marido. La pérdida la hundió. Los médicos hablaron de depresión. Sus hijos mayores aparecieron una vez, dejaron comida y se esfumaron. Nosotros íbamos, poco, pero más que ellos.
En Nochevieja, nos invitó a celebrar con ella. «Necesito que estéis aquí», dijo. Acepté, por compasión. Mientras preparaba la cena —turrón, langostinos, uvas—, ella se quejaba en el sofá. «¿Vendrán tus hermanos?», pregunté. «¿A quién le importo ya?», suspiró.
Antes de las campanadas, se incorporó y nos pidió que nos sentáramos. «Sois mi última esperanza —dijo—. Ofrecí lo mismo a Santiago y Pablo, pero sus mujeres se negaron. Venid a vivir conmigo. Cuidadme, y os dejaré el piso».
Sentí un escalofrío. Todos esos años de indiferencia, y ahora, cuando los demás la abandonan, se acuerda de nosotros. ¿Qué creía? ¿Que cambiaría décadas de desprecio por unos metros cuadrados en Barcelona?
Alejandro dudó, prometió pensarlo. De camino a casa, exploté. Sin gritos, pero con rabia contenida:
—No soy una santa, Alejandro. No puedo convivir con quien me ignoró años. Ni siquiera me felicitaba. Esto no es cariño: es miedo a morir sola. ¿Y por qué debemos pagar nosotros con nuestro tiempo, con la infancia de los niños, lo que ella nos negó?
—Pero es mi madre… —murmuró.
—¿Madre? Las madres no eligen entre hijos. No tratan a sus nietos como favores. Nos borró de su vida. Que recurra ahora a quienes siempre prefirió. Yo no seré su solución por conveniencia.
Calló. Sabía que le dolía, pero me entendió.
Desde entonces, no volvimos. Llamamos alguna vez. Ella se queja: «Confiaba en vosotros». Y yo pienso: ¿confiar en qué? ¿En que cambiaría su desdén por un trato digno?
No. La dignidad no se negocia. Si no te necesitan en tus buenos momentos, no les debes nada en los malos.
No es venganza. Es elegir a quienes me eligen a mí.