«Mamá decidió casarse con un chico de mi generación. Escondí sus documentos —y no me arrepiento»
Mi madre se llama Carmen, tiene cuarenta y tres años. Me tuvo joven —justo al terminar el instituto, con dieciocho recién cumplidos. Su primer amor no acabó en boda, sino en pañales, noches en vela y una lucha dura por salir adelante. Mi padre nos abandonó al nacer yo, y fueron mis abuelos maternos, los Rodríguez, quienes la ayudaron a estabilizarse. Gracias a ellos, ella pudo estudiar Magisterio y yo tuve una infancia digna.
Nunca se volvió a casar, aunque tuvo pretendientes. Se limitaba a decir, sonriendo: «Cuando tú crezcas, pensaré en mi vida». Vivíamos en armonía, como compañeras: compartíamos ropa, nos probábamos maquillajes, reíamos de mis estilos excéntricos —mechas azules, piercings, botas militares—. Creía que éramos cómplices. O eso pensaba.
Ahora tengo veintiún años. Estudio, trabajo, salgo con amigos. Supuse que ella se sentiría sola, pero en vez de eso… se enamoró. Y lo peor: de un chico que ¡le lleva veinte años menos!
Todo empezó sin importancia. Ella da clases de Geografía en un instituto de Madrid. El claustro es mayoritariamente femenino, hasta que llegó «Adrián». Al principio, lo mencionaba como anécdota: «El nuevo profesor de Tecnología, tan joven…». Pero pronto noté que su tono cambiaba. Investigué: Adrián tiene veintidós, solo un año más que yo. Y mi madre, una mujer madura, actúa como una adolescente: le hace tortillas, le diseña actividades, le guarda tupperwares porque «con la dieta que lleva, no puede comer en el bar».
Me escandalicé. Jamás me preparó un tupper para la universidad, y ahora hace catering diario. Hablé con sus compañeras —también preocupadas—. Me contaron que Carmen se viste como una veinteañera: faldas cortas, tacones, el pelo teñido de cobrizo. Todo porque Adrián comentó que se parecía a «aquella bailaora de flamenco de los años 90».
Luego vino el golpe: quiere irse a vivir con él. Dice que es su momento de «ser feliz». Intenté razonar: «¿No ves que solo busca piso? Vive en una habitación alquilada, tiene contratos temporales…».
—Él me comprende como nadie —replicó ella—. Hasta pienso en casarme.
Sentí que el suelo se abría.
—¿En serio? ¿Con un crío que ayer estaba en la uni? —grité.
—¡Es un hombre hecho y derecho!
—¡Te usa por el piso y la seguridad! ¿Hasta cuándo vas de ingenua?
Fue nuestra primera pelea grave. Portazos, lágrimas, acusaciones de egoísmo. Quise hablar con el director, pero temí el escándalo. Así que actué: escondí su DNI, la cartilla de la Seguridad Social, todo. Sin papeles, no hay boda.
¿Me llamarán exagerada? Quizá. Pero prefiero esto a recoger sus pedazos cuando ese «novio» huya tras empadronarse aquí. Observo. Espero. Si se queda sin presionar, quizá sea sincero.
Pero si en una semana exige «soluciones urgentes»… entonces sabré la verdad.
A veces, proteger a los tuyos duele. Sobre todo cuando la razón se nubla tras el corazón.






