«Papá, entrega el piso: ya viviste suficiente». Tras estas palabras, la hija cerró la puerta…

«Papá, dame el piso — ya has vivido lo tuyo». Tras esas palabras, la hija cerró la puerta de golpe…

Vivía solo. Desde que su mujer se marchó, el vacío lo envolvió como un manto oscuro. Todo se volvió gris. Nada le alegraba: ni los días soleados de Madrid, ni el café de las mañanas, ni las películas clásicas que veían en familia. Solo el trabajo lo mantenía conectado a la vida. Iba mientras tuvo fuerzas, porque en casa el silencio se hacía insoportable. Un silencio que resonaba en sus oídos y le rajaba el alma.

Los días se sucedían idénticos: madrugones, metro, oficina, sombras en las paredes al regresar. Su hijo Miguel y su hija Lucía apenas llamaban. Al principio respondían con monosílabos, luego ignoraron sus llamadas. Caminaba horas por el barrio de Chamberí, escudriñando rostros ajenos como buscando a alguien. No temía envejecer —temía morir sin que nadie lo notara.

Sentía cómo se apagaba. El recuerdo de Elena, su exmujer, le quemaba: quería pedir perdón, pero nunca marcó ese número de Málaga donde ella veraneaba. La seguía queriendo.

Una tarde, Lucía apareció sin avisar. Él, emocionado, preparó magdalenas como las que ella adoraba de pequeña. Sacó álbumes de fotos viejos. Pero su visita tenía otro propósito…

—Papá —dijo con frialdad—, ¿para qué necesitas cuatro habitaciones en Chamartín? Véndelo. Cómprate un estudio y dame el dinero.

No lo creía. Esperaba que bromeara, pero su mirada era glacial.

—Aquí está vuestra infancia… los recuerdos de tu madre…

—¡Ya has vivido lo tuyo! —espetó ella—. ¡Yo necesito ese dinero! ¿Para qué tanto espacio si estás solo?

—¿Cuándo volverás? —murmuró él, con voz quebrada.

Ella lo miró indiferente mientras calzaba sus zapatos de tacón:
—Para tu funeral.

El portazo resonó en la estancia. Se desplomó contra el suelo. Un dolor agudo le taladraba el pecho. Permaneció tres días tendido, sin comer. Finalmente, llamó a Miguel:

—Hijo, ven… No estoy bien.

Miguel escuchó. Tras una pausa, respondió:

—Padre, no te enfades… Pero ese piso es demasiado. Quiero un coche nuevo. Si vendieras, igual hasta pasaba a verte…

El silencio que siguió le perforó el alma. Colgó. Comprendió que sus hijos solo llevaban su sangre, no su cariño.

Al día siguiente, en la farmacia de la esquina, tropezó con el cuñado de Elena.

—¿Cómo está…? —balbuceó.

—Se fue a Francia —contestó el hombre—. Se casó con un francés. Encontró su paz.

«Su paz». La frase le escoció. No le molestaba su felicidad. Le dolía su propio abismo.

Amaneció con el cielo plomizo sobre Vallecas. Se abrigó con su gabardina raída y salió. Caminó hasta un banco del parque de El Retiro. Al sentarse, un latido feroz le desgarró el pecho.

Su alma, cansada de traiciones y silencios, al fin se liberó. Voló hacia donde nadie exige herencias, donde quizá alguien susurraría: «Papá, te echo de menos…».

Pero ese lugar —ya lo sabía— no estaba entre los vivos.

Rate article
MagistrUm
«Papá, entrega el piso: ya viviste suficiente». Tras estas palabras, la hija cerró la puerta…