«Mamá está convencida de que mi novio está conmigo por el piso… Y yo temo que ella destruya mi amor»
Me llamo Lucía Fernández, tengo veintiséis años. Llevo varios años viviendo con mi madre en un acogedor piso de tres habitaciones en el centro de Madrid. Mis padres se divorciaron hace mucho —yo aún iba al instituto—. Mi padre se mudó a Barcelona y desde entonces solo aparece en mi vida en fechas señaladas: una llamada en Navidad, un escueto «feliz cumpleaños»… eso es todo. Nos dejó el piso y desapareció.
Mamá, Carmen García, nunca retomó su vida sentimental. Hubo intentos, algún que otro pretendiente, pero nada serio. Se encerró en mí, en su trabajo y en las rutinas. Toda su atención recae sobre mis hombros. Yo, por mi parte, siempre fui transparente con ella. Le hablaba de cada conocido, de cada chico con el que salía. Pero nunca surgía nada: miradas que no conectaban, palabras vacías, sensaciones fugaces. No quise perder el tiempo —el mío ni el ajeno— y si no sentía «aquella» chispa, lo dejaba.
Hasta que llegó Hugo Martínez. Nos conocimos en la universidad, en una clase de la Complutense. Desde el principio hubo algo especial: complicidad, calidez, curiosidad mutua. No era insistente, pero se hacía presente. Escuchaba, preguntaba, ayudaba… hablaba de tal modo que el mundo alrededor se difuminaba. Empezamos a salir.
Se lo conté a mamá enseguida, como siempre. Teníamos confianza. Pero su reacción esta vez fue distinta: fría, cortante, casi hostil. Sin conocerlo, sin cruzarse ni una palabra con él, ya lo juzgaba.
—Es de pueblo —dijo con desdén—. Vino a la capital a estudiar, ¿verdad? Claro. Y ahora te encuentra a ti, con un piso en pleno centro. Obvio por qué te quiere.
No lo creía. Ella, que siempre defendió que el amor se basa en el respeto y la complicidad, ahora insinuaba que Hugo me utilizaba. Intenté razonar: él nunca mencionó el piso, ni el dinero. Trabaja, comparte un apartamento con un amigo y jamás sugirió mudarse conmigo. Me trae flores, planea sorpresas, camina conmigo hasta casa después de clase… ¿Todo eso por interés?
Mamá no cedió. Armó escenas, lloró, me suplicó que lo “dejara antes de caer en las garras de un oportunista”. Decía que actuaba “por mi bien”, que “protegía mi futuro”, que “soy demasiado ingenua”.
Empecé a dudar. Tras cada discusión, me preguntaba: ¿y si tiene razón? ¿Y si Hugo oculta sus intenciones? Analizaba cada gesto suyo, pero él seguía igual: amable, cercano, sincero. Nunca pidió nada, nunca se quejó. Estaba ahí… porque quería estarlo.
Ahora vivo en una cuerda floja. Mamá, que dedicó su vida a mí, siente que pierde el control. Le duele verme crecer, independizarme, construir algo sin ella. Quizás teme quedarse sola. Quizás le cuesta aceptar que no seré su niña eterna.
No sé qué hacer. Amo a Hugo, pero los reproches de mamá envenenan cada momento juntos. Detrás de cada risa, sospecha. Tras cada beso, miedo.
Estoy agotada. Solo quiero amar sin justificarme. Que mamá me apoye como antes. Pero para ella, sigo siendo una cría incapaz de elegir bien.
Tal vez su miedo a la soledad habla más fuerte. O quizás su rencor por una vida amorosa truncada la ciega. Pero… ¿destrozar mi historia por sus temores?
No sé quién tiene razón. Solo anhelo creer que Hugo me quiere… por mí. Igual que yo a él.