El Horizonte que Aguarda

**El Día de Mañana**

Tania había vivido con Álvaro cinco años, sin recibir nunca una propuesta de boda. Era una mujer hacendosa, pulcra, cariñosa. Pero últimamente notaba un distanciamiento. Él, más frío, se refugiaba en la televisión tras cenar, evadiendo su afecto.

—Irene, ¿qué le pasa? —consultó Tania a su hermana—. Lleva dos meses así.

—¿Y compartís cama? —preguntó Irene.

—Poco, y nada cambia —susurró Tania—. He probado de todo: empanadas, cenas románticas… ¿Se ha enamorado de otra?

—¿Tú crees? —inquirió Irene—. Habla con él. No sois matrimonio; quizá cree tener derecho a vagar.

Esa noche, Tania confrontó a Álvaro:

—Si te he cansado, vete. No te retendré, aunque aún te quiero.

—¿De dónde sacas eso? —masculó él, pero al ver sus lágrimas, nervioso, empezó a empacar. Ella, aturdida, lo observó lanzar camisas planchadas a una maleta.

—¡Álvaro! ¿Nada que decir? ¡Cinco años! —gritó, corriendo tras él por las escaleras.

—No hay otra —respondió él, glacial—. Eres mi *ayer*. Un callejón sin salida.

La metáfora la golpeó como un bofetón. Enfermó de estrés, postrada en cama.

—Basta de lamentarse —le espetó Irene por teléfono—. Haremos una reforma. Eso cura penas.

Remozaron el piso: nuevos papeles, cortinas, vajilla. Tania, aún frágil, se refugió en el gimnasio y el teatro con Irene.

Dos años después, ascendida en su editorial, conoció a Sergio, un poeta tímido que publicaba versos en su periódico. Tras semanas de tímidos encuentros, la invitó a un café:

—Tu opinión me importa, Tania. Eres brillante… y especial —balbuceó, sonrojado.

Charlaron horas. Él, torpe y sincero, le confesó su admiración. Ella, cautivada, aceptó darle una oportunidad.

Una tarde, mientras preparaba una cena para celebrar el 8 de marzo, Álvaro apareció con flores.

—¿Qué haces aquí? —lo interpeló Tania, firme.

—Solo saludar —sonrió él, oliendo la empanada de espinacas—. Hueles a hogar, «Taniuca».

—Vete. Espero a alguien —replicó ella, cerrándole la puerta.

En la escalera, Álvaro cruzó miradas con Sergio, quien subía radiante con un ramo. Esa noche, mientras brindaban, Irene susurró a Tania:

—La desgracia trajo suerte. Él te adora.

Al año, nació su hijo. Sergio, eufórico, escribía versos rebosantes de luz. Álvaro, entre amantes efímeras y copas, rumiaba su libertad vacía.

—Nada importa —pensaba, a los treinta—. Hay mujeres por doquier.

Pero en su pecho, un eco le recordaba que el ayer, a veces, era más cálido que todos los mañanas fríos.

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