No pude contenerme… Traicioné a mi esposa.
Ocurrió en el momento más frágil de nuestra relación. Ya casi no hablábamos de nada profundo, y la casa se había convertido en un hotel donde solo coincidíamos. Ella pasaba los días encerrada en Madrid con los niños: cocinando cocidos, lavando ropa, planchando, acostando a Pablo y Carmen. Yo volvía agotado y irritable, como si entre nosotros se alzara un muro invisible de rutina, silencio y resentimiento. Empecé a quedarme hasta tarde en la oficina, y entonces llegó Sofía López, la nueva del departamento: alegre, despreocupada, sin hijos ni responsabilidades.
Sentí que regresaba a aquellos días en que todo era nuevo. Ella reía sin filtros, vivía sin el peso que yo arrastraba en casa. Comencé a cortejarla: rosas, comidas en terrazas de La Latina, paseos al atardecer por el Retiro. A Lucía, mi mujer, le inventaba excusas: «Se estropeó el ordenador de un compañero», «reunión urgente», «quedé con Adrián». Sin darme cuenta, cruzamos la línea. Un mes después, me invitó a su piso en Valencia. Pasamos una noche de pasión y, en un instante, creí haber encontrado lo que ya no tenía en casa.
Al regresar, mi rostro delataba la culpa. La casa estaba en silencio, los niños dormían. Lucía me esperaba en la entrada, ojerosA, con la mirada apagada. No dijo nada, solo me observó con una expresión que lo entendía todo. Se marchó a la cocina. Tras ducharme, carcomido por la vergüenza, la seguí. Estaba de espaldas, frente a los fogones. Cuando le propuse cenar juntos, murmuró: «Estoy agotada… Voy a descansar».
Más tarde, entré en el dormitorio. Dormía vestida, abrazada a la almohada como una niña. Sobre el baúl, nuestro álbum de bodas. Lo abrí sin saber por qué. En la primera página, aparecía ella: la Lucía de antes. Elegante, radiante, segura. Y yo a su lado, con ojos llenos de futuro. Recordé cómo la perseguí, cómo anhelé que fuese mía. Y cómo ella, a pesar de todo, me eligió.
No pegué ojo en toda la noche. Imágenes de Lucía, de Sofía, de las risas de los niños… Hasta que, de pronto, caí en la cuenta: no solo la había traicionado a ella. Me había traicionado a mí mismo, al Javier que fui. Había cambiado a quien compartió penas y alegrías por un espejismo. Pero aún había esperanza. Solo debía intentarlo.
Al amanecer, mientras ella dormía, llamé a mi madre para que se llevara a los niños ese fin de semana. Sorprendida, aceptó. Preparé tortilla y café, y lo llevé a la cama. Lucía abrió los ojos, me miró con desconfianza… y luego esbozó una sonrisa leve. Ahí supe que no todo estaba perdido.
Corté todo contacto con Sofía. Ignoré sus mensajes, sus llamadas. Sí, fui ruin. Pero no quiero vivir en la mentira. Ocultar el móvil, inventar historias… Ahora, mi tiempo es solo para ellos.
Ese día, reservé para Lucía un tratamiento en el salón de belleza de la calle Serrano. Por la noche, cenamos en la taberna donde celebramos nuestro primer aniversario. Al día siguiente, fuimos al Teatro Real. Sentado a su lado, con su mano en la mía, entendí que había vuelto a casa. El hogar no son cuatro paredes. Es quien te eligió una vez, y sigue eligiéndote, incluso cuando no lo mereces.