Lo cierto es que mi vida a veces me parece como una película larga y tediosa sin un final feliz. Tengo 62 años. Estoy sentada en la ventana de mi pequeño apartamento en las afueras de Madrid, observando los coches pasar y reflexionando sobre lo rápido que ha pasado todo. Todo se ha ido. Solo quedo yo, con intranquilidad en el pecho y miedo al día de mañana.
Hace catorce años, mi vida se dividió en un “antes” y un “después”. Primero falleció mi padre, luchó contra el cáncer y cada uno de sus suspiros era un martillo en mi corazón. Meses después, murió mi hermana menor, la misma enfermedad, el mismo infierno desesperante. Y luego sucedió lo que no esperaba: a mi madre le empezó una demencia repentina. Dejó de reconocer rostros, confundía el día con la noche, se perdía en su propio hogar. De adulta se transformó en una criatura desvalida. ¿Y mi marido? No pudo soportarlo. Se fue. Dijo que estaba cansado de vivir con la sombra de la mujer que una vez amó. Se marchó con una joven libre y despreocupada. Me quedé sola, con mi madre enferma y con mi hija de un primer matrimonio, que me odiaba.
Nunca me perdonó que me casara de nuevo. Cuando me volví a casar, ella tenía once años y, como descubrí, había estado acumulando resentimiento durante todos esos años. Nos volvimos extrañas. No había de dónde esperar ayuda. Los amigos se alejaron, los conocidos dejaron de llamar. Sobrevivía. Me volvía loca de dolor y cansancio, pero no me permitía caer. Solo las visitas regulares al psicólogo me mantenían a flote. Mi madre era como una recién nacida, la alimentaba con cuchara, le cambiaba los pañales, la bañaba, le cantaba nanas cuando lloraba por las noches. Pasamos por todo: derrames, fractura de cadera, una operación complicada. Durante seis años viví al borde del colapso.
Y entonces se fue.
Podría haber sido un alivio. Pero no. En lugar de consuelo, había vacío. Con mi hija, solo había dolor. Reproches constantes, quejas, acusaciones: que no la ayudo económicamente, que no puede permitirse vacaciones porque no encontró un “trabajo decente”, y por supuesto, todo era culpa mía. Culpa de que su padrastro se fuera. Culpa de no apoyarla cuando lo necesitaba. Culpa de haberla tenido en el momento equivocado, con la persona equivocada.
Le cedí la escritura del apartamento de mis padres. Cuántas lágrimas y noches de insomnio me costó, solo lo sabe mi psicólogo. Luego, a mí también me diagnosticaron cáncer. Un diagnóstico infernal. Quimioterapia. Operación. Y discusiones. Mi hija se mudó conmigo un tiempo, no por compasión, sino porque no estaba claro si sobreviviría. Callada, enfadada, indiferente. Estaba a mi lado físicamente, pero no emocionalmente.
Han pasado seis años desde entonces. Gracias a Dios, mi salud se ha estabilizado. He vuelto a trabajar, disfruto de las pequeñas cosas y poco a poco me estoy reencontrando conmigo misma. Mi hija se casó y tuvo un hermoso bebé. Viven aparte. Nos comunicamos, pero siempre siento cuán frágil es este lazo. Basta con dar un paso en falso y el puente se derrumbará.
Vivo. Pero como si no completamente. Porque por dentro, hay soledad. Al llegar a casa por la noche, el silencio es ensordecedor. Durante la pandemia, esta sensación se volvió insoportable. Mis amigas salen, se han disuelto en sus familias. Nadie llama. No hay con quién compartir un sueño. No hay con quién quejarse del dolor en la pierna. Nadie pregunta: “¿Has comido hoy, Mercedes?”
Recuerdo cuando fui necesaria. Cuando preparaba cenas, planchaba el uniforme escolar, tejía calcetines, corría al hospital, reunía documentos, y me sentaba al lado de la cama de mi madre enferma. Ahora, solo hay silencio. Nadie espera. En ningún lugar esperan. Y eso asusta. Da tanto miedo que a veces me despierto en sudor frío, con pensamientos de que un día caeré en el baño, y nadie lo sabrá. Que un día simplemente desapareceré, y el mundo no se dará cuenta.
Tengo miedo del futuro. Tengo miedo de convertirme en esa anciana de mirada apagada que se sienta en la entrada para simplemente escuchar una voz. No quiero compasión. No busco lástima. Solo quiero ser importante para alguien. Aunque sea solo un poco.
Gracias por leer hasta aquí. Eso significa que hoy, al menos, he sido escuchada. Y eso significa que aún no estoy del todo sola.