«Papá, entrega el piso, ya viviste lo tuyo». Tras estas palabras, la hija cerró la puerta…

«Papá, dame el piso. Ya has vivido lo suficiente». Tras pronunciar esas palabras, su hija cerró la puerta de un portazo.

Vivía solo. Desde que su esposa se marchó, el vacío lo envolvió como un manto negro. Todo se volvió gris. Nada le alegraba: ni los días soleados, ni su taza de té matutina, ni las películas antiguas que antes veían en familia. El trabajo era lo único que lo mantenía aquí. Iba mientras tenía fuerzas, porque en casa el silencio resultaba insoportable. Aquella quietud resonaba en sus oídos y le desgarraba el corazón.

Los días transcurrían monótonos, copias idénticas: mañanas, autobús, trabajo, regreso a casa, sombras en las paredes, noches vacías. Su hijo Javier y su hija Alba aparecían cada vez menos, casi ausentes. Las llamadas se volvieron frías, luego cesaron. Vagaba por las calles de Madrid escudriñando rostros ajenos, como buscando a alguien conocido. No le aterraba la vejez, sino morir en soledad.

Notaba cómo se apagaba por dentro. El alma le dolía, contraída como un puño. Recordaba a su exmujer, Ana; anhelaba pedir perdón, pero nunca se atrevió a llamar. Aún la amaba. Lamentaba todo lo no dicho.

Un día, Alba apareció en el umbral. Él, contento como un niño, preparó magdalenas, sirvió té y sacó álbumes de fotos. Pero el motivo de la visita era otro.

—Papá —comenzó ella con frialdad—, vives solo en un piso de cuatro habitaciones. Es injusto. Véndelo. Cómprate un estudio y dame el dinero.

Él no lo creía. Esperaba una broma, pero en su mirada no había rastro de humor.

—No… No pienso vender nada. Este es mi hogar… aquí está vuestra infancia, donde vivíamos con tu madre…

—¡Ya has tenido bastante! —espetó ella irritada—. ¡Yo necesito ese dinero! Estás solo, ¿para qué tanto espacio?

—¿Cuándo volverás? —preguntó él con voz temblorosa.

Ella lo miró con indiferencia y, calzándose, soltó:

—Para tu funeral.

La puerta se cerró de golpe. Él se desplomó en el suelo, el pecho golpeado por un dolor agudo. Permaneció así tres días, sin comer ni esperanza. Luego llamó a Javier.

—Javi, ven… No me encuentro bien —rogó.

El hijo escuchó. Guardó silencio. Luego dijo:

—Padre, no te ofendas, pero en verdad no necesitas tanto espacio. Quiero un coche y podrías ayudarme… Iría si vendieras el piso.

Siguió un silencio ensordecedor, perforando el alma. Colgó. Comprendió: ya no tenía hijos. Solo extraños con su sangre.

Al día siguiente, en la farmacia, encontró al hermano de Ana. Este, sorprendido, lo saludó.

—¿Ana? —preguntó él—. ¿Cómo está?

—Se fue a Francia —respondió secamente—. Se casó con un francés. Encontró su felicidad.

«Encontró su felicidad…». La frase le quemó. No se oponía a su dicha. Se oponía a su propio vacío.

Al amanecer, despertó con opresión en el pecho. Cielo plomizo tras la ventana. Se enfundó el abrigo y salió. Caminó hasta un banco antiguo en el parque. Se sentó. Cerró los ojos. Su corazón dio un último latido.

Y su alma, cansada de dolor y silencio, al fin alzó el vuelo. Hacia donde no hay traiciones ni exigencias. Donde quizá alguien susurraría: «Papá, te echaba de menos…».

Pero eso… ya no era aquí.

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MagistrUm
«Papá, entrega el piso, ya viviste lo tuyo». Tras estas palabras, la hija cerró la puerta…