Carmen Rodríguez cumplía sesenta años. Una fecha redonda, un aniversario importante. Había trabajado toda su vida como profesora universitaria y había criado a su única hija, Laura, convirtiéndola en una mujer honesta, independiente y, como ella pensaba, sabia. Tras jubilarse, se sintió especialmente sola y, como muchas mujeres de su edad, comenzó a insistir a su hija: “Laura, es hora de tener hijos. Me gustaría tener nietos.” No parecía gran cosa, simplemente el deseo de una madre. Laura respondía con una sonrisa y se desentendía, hasta que, de repente, tomó la decisión de darle un nieto a su madre.
Fernando, su esposo, era programador, exitoso y con buenos ingresos. Laura no se quedaba atrás: activa, emprendedora, con carácter y siempre en movimiento. En dos años de matrimonio, habían abierto su propia tienda online, la habían cerrado, viajado por Europa haciendo autostop, asistido a un festival de motos, vivido en un hostel en Portugal y celebrado el año nuevo acampando. Laura no solía llevar faldas, no le gustaba el maquillaje y conoció a Fernando en un encuentro musical de verano en algún lugar cercano al Duero.
Cuando su madre volvió a hablarle de los nietos, Laura no objetó. Y poco después, en el aniversario de Carmen, propuso un brindis memorable: “Mamá, ¡vas a ser abuela!” Lágrimas de felicidad, alegría y brillo en los ojos, todo estaba allí. Desde entonces, Carmen vivió con ilusión: tejía patucos, compraba ropa de bebé y leía en internet sobre actividades para recién nacidos. Mientras tanto, Laura y Fernando continuaban con su vida de viajes, reuniones, exposiciones y nuevos proyectos. Laura no pensaba quedarse en casa. El embarazo transcurrió sin complicaciones, y ella repetía: “No estoy enferma, solo estoy embarazada.”
Las complicaciones llegaron en el séptimo mes, cuando no la dejaron embarcar en un vuelo hacia la India. Estaba más molesta con la aerolínea que con su marido, quien había volado solo. “Servicio pésimo”, murmuraba.
Nació un niño, al que llamaron Ignacio. Rubito, de ojos azules, un auténtico ángel. Carmen lloraba de alegría. Pero la dicha duró poco. En el hospital, Laura dijo: “No le daré el pecho. Que no se acostumbre a mí. Quiero vivir mi vida”. Había acordado con una agencia encontrar una niñera. Sin embargo, al recibir la mirada de su madre, se detuvo. “Niñera, solo por encima de mi cadáver”, afirmó Carmen con firmeza. Así comenzó todo.
Desde los tres meses, Ignacio se convirtió en parte diaria de la vida de su abuela. Carmen iba a su apartamento, como si fuera un trabajo: temprano por la mañana iba y volvía tarde en la noche. Cambiaba pañales, alimentaba, bañaba y lo acostaba a dormir. Todo por su nieto. Un día, Fernando recibió una llamada: unos amigos vendían una casa en Tailandia a un precio de oportunidad. Era su gran chance. Volaron con Laura, dejando al niño con la abuela “por una semana.”
Pasó una semana. Luego un mes. Dos meses. Laura no regresó. Apareció casi un año después, cuando Ignacio cumplió un año. Estuvo con él dos días y desapareció nuevamente, “por trabajo”. Antes de partir, besó a su hijo en la frente y le dio dinero a la abuela. “Volveremos cuando tenga cinco años. Mientras tanto, busca una niñera. No te canses.”
Pero Carmen no aceptó. No veía a su nieto como una “carga temporal”. Se convirtió en su razón de ser. Amanecía y anochecía a su lado, le susurraba cuentos, le enseñaba sus primeras palabras. Sí, era difícil. Sí, la edad no perdona. Pero el corazón no envejece.
Ahora, cada día está con él en el parque, de paseo, en el médico. Mientras tanto, Laura envía fotos desde la playa, haciendo surf, con cócteles, y “nuevos horizontes” en su vida. Solamente que en esos horizontes no estaba Ignacio. Pero su abuela está convencida de que, un día, él sabrá quién siempre estuvo allí. Porque los nietos no se regalan en los aniversarios. Se tienen para amar.