A los sesenta y cinco años, comprendimos que éramos un estorbo para nuestros propios hijos. ¿Cómo aceptarlo y empezar a vivir para nosotros?
Tengo sesenta y cinco primaveras, y por primera vez me asalta una pregunta amarga: ¿de verdad nuestros hijos, por los que mi marido y yo lo dimos todo, nos han arrinconado como trastos viejos? Tres retoños a los que entregamos juventud, salud y hasta el último céntimo. Nos exprimimos hasta la médula, y ni siquiera se volvieron al marcharse. Mi hijo Diego ignora mis llamadas, y me pregunto: ¿acaso ninguno nos dará un vaso de agua cuando la vejez nos doblegue? El pensamiento clava un puñal en el pecho, dejando solo vacío.
Me casé a los veinticinco en un pueblo cercano a Sevilla. Mi Javier, compañero de clase, era un terco romántico que insistió años por conquistarme. Hasta se matriculó en mi misma universidad para no separarse. Tras una boda humilde, llegó el primer embarazo. Nació Marta, nuestra mayor. Javier abandonó los estudios para trabajar en obra, mientras yo cogía excedencia. Él madrugaba hasta el anochecer; yo aprendía a ser madre entre libros de texto. Dos años después, otra sorpresa: embarazada de nuevo. Me pasé a la universidad a distancia; él acumuló turnos dobles.
Sobrevivimos. Criamos a Marta y Diego. Cuando Marta empezó el cole, por fin pude trabajar en mi profesión. La vida sonreía: Javier logró un puesto fijo con buen sueldo, reformamos el piso… Justo al relajarnos, llegó el tercer embarazo. Otro mazazo. Javier redobló esfuerzos; yo me encerré con la pequeña Clara. Aún no sé cómo lo logramos, pero reconstruimos nuestra estabilidad. Cuando Clara estrenó mochila escolar, respiré aliviada, como si me quitasen una losa de encima.
Pero las pruebas continuaron. Marta, al entrar en la universidad, anunció su boda. No objetamos —nosotros también nos unimos jóvenes. La ceremonia y el piso de los novios nos dejaron sin ahorros. Luego Diego exigió su propia vivienda. ¿Negárselo? Pedimos un préstamo. Por suerte, él encontró trabajo en una multinacional y alivamos deudas. Pero Clara, en segundo de bachillerato, soltó que quería estudiar en Estados Unidos. Un golpe a nuestra economía, pero reunimos euros a fuerza de privaciones y la enviamos allende el mar. Partió, y el nido quedó vacío.
Con los años, las visitas se espaciaron. Marta, aunque vive en nuestra provincia, aparece cada seis meses, evadiendo invitaciones. Diego vendió su piso, compró otro en Madrid y ahora viene una vez al año, con suerte. Clara, tras graduarse, echó raíces en el extranjero. Les dimos tiempo, salud, sueños… y nos convertimos en fantasmas. No esperamos dinero ni favores —Dios nos libre—. Solo migajas de cariño: una llamada, una visita, un “te quiero”. Pero ni eso. El teléfono calla, la puerta no cruje, y el corazón se hiela.
Hoy miro la lluvia otoñal desde el ventanal y reflexiono: ¿esto es todo? ¿Quienes dedicaron cada aliento a sus hijos merecen solo olvido? Quizá debamos dejar de aguardar migajas y volcarnos en nosotros. A los sesenta y cinco, Javier y yo encaramos una encrucijada. Más allá asoma lo incierto, pero quizá brille una luz: nuestra propia felicidad. Siempre nos postergamos, pero ¿no merecemos un destello de alegría? Quiero creer que sí. Anhelo aprender a vivir de nuevo, para nosotros dos, mientras late el corazón. ¿Cómo abrazar el vacío y hallar su resquicio de luz? ¿Qué opináis?