Dile a mi hija que ya no estoy: la mujer que eligió el asilo para no ser un estorbo

«Dile a mi hija que ya no estoy»: una mujer que se fue a una residencia para no molestar a nadie.

En el mostrador de recepción reinaba el silencio. Solo el reloj en la pared marcaba pausadamente los segundos, como recordando que el tiempo pasa, sin importar nada. Ana sacó con cuidado el pasaporte y la tarjeta médica de su bolso, los juntó y se los pasó a la joven tras el cristal. Ella echó un vistazo a los documentos y luego a la mujer. Un leve asomo de preocupación cruzó por sus ojos, pero permaneció callada. Tomó los papeles y anotó algo en el registro en silencio.

— ¿Tiene familiares? —preguntó en voz baja, sin levantar la mirada.

Ana suspiró, como alguien que ha escuchado esa pregunta mil veces y ha respondido lo mismo otras tantas.

— Tenía una hija. Pero mejor díganle que he muerto. Así todos estaremos más tranquilos… y será más fácil para todos.

La chica levantó la mirada, sorprendida. Quiso decir algo en contra, pero al ver el rostro de Ana, calló. En la profundidad de sus ojos no había ni dolor ni rabia. Solo cansancio. Uno con el cual no se discute. No se cura. Solo se sobrelleva.

Hace tiempo, Ana tenía una vida completamente distinta. Llena de olores a repostería, pañales, risas infantiles y tareas interminables. Su esposo murió en un accidente de tráfico cuando su hija, Carmen, apenas tenía cuatro años. Desde entonces, quedó sola: viuda, madre, ama de casa y pilar. Sin ayuda, sin apoyo. Pero con la fe de que lo conseguiría. Por Carmen.

Y lo hizo. Trabajó en una escuela, corregía cuadernos por las tardes, lavaba y planchaba las noches, los fines de semana hacía empanadas y leía cuentos. Carmen creció inteligente, bondadosa, amada. Ana nunca se quejaba. Solo a veces, en la profundidad de la noche, cuando la casa quedaba en silencio, cerraba la puerta, se sentaba en la cocina y se permitía un par de lágrimas. No por debilidad, sino por soledad.

Cuando Carmen creció, se casó, tuvo un hijo, se mudó a Barcelona. Al principio llamaba cada noche. Luego, una vez por semana. Después, una vez al mes. Y luego… llegó el silencio. No hubo pelea ni resentimientos. Simplemente: «Mamá, ya sabes… ahora tenemos la hipoteca, el trabajo, la guardería… no hay tiempo, lo siento. Te queremos mucho, de verdad. Solo que ahora es complicado».

Ana asentía. Siempre entendía.

Cuando le costó subir las escaleras, se compró un bastón. Cuando las noches de insomnio se hicieron continuas, fue al médico y pidió pastillas. Cuando el silencio se volvió absoluto, compró una radio. Cuando la soledad llegó, simplemente la aceptó. Carmen a veces enviaba dinero. Un poco. Lo suficiente para las medicinas.

Ana fue a la residencia de ancianos por su cuenta. Llamó, se informó sobre las condiciones, empacó sus cosas. Metió con cuidado su suéter favorito, una mantita cálida, y un álbum de fotos. Cerró la puerta, sin mirar atrás. Dejó una carta en el buzón de su hija, sin reproches, sin reclamos.

«Carmen, si algún día vienes y ya no estoy, debes saber: no me he ido de ti. Me he ido hacia mí.
No quiero ser una carga. No quiero que elijas entre la conciencia y la comodidad.
Que sea más fácil, para ti y para mí.
Te quiero. Mamá».

En la residencia, Ana no se quejaba. Leía, cuidaba las flores, a veces hacía galletas si la dejaban entrar a la cocina. No lloraba, no rezongaba y no esperaba. Pero cada noche, cuando apagaban las luces en el pasillo, ella abría una cajita y sacaba una foto: Carmen de niña, con un abrigo rojo y lazos blancos.

Ana pasaba los dedos por la foto, cerraba los ojos y susurraba:

— Buenas noches, mi pajarillo. Que todo te vaya bien…

Y se dormía. Con la esperanza de que, tal vez, en otra ciudad, en otra vida, alguien aún la recordara.

Pasaron tres años. Carmen realmente llegó. Un día, de repente. Apretó contra su pecho la carta que había guardado sin abrir durante todo ese tiempo, no pudo leerla entonces. Cansada, desorientada, con los ojos llenos de culpa, cruzó el umbral del refugio y preguntó: «¿Ana Torres… sigue aquí?»

Una joven enfermera asintió y la llevó al jardín. Allí, bajo un manzano, en una mecedora, dormía una mujer canosa. En sus manos, una fotografía. El viento jugaba con su pelo fino y su rostro estaba tan… sereno.

Carmen no pudo contenerse. Cayó de rodillas ante ella y rompió a llorar:

— Mamá… Perdóname… Lo entiendo todo. Pero te quiero tanto.

Ana no se despertó. Pero sonrió en sueños. Quizá soñó con una niña pequeña con un abrigo rojo corriendo hacia ella por un sendero otoñal gritando: «¡Mamá!»

Porque, aunque nadie lo escuche, el corazón de una madre siempre escucha.

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Dile a mi hija que ya no estoy: la mujer que eligió el asilo para no ser un estorbo